jueves, 7 de enero de 2010

La corbata

Aquél era un día especial, así que el hombre se decidió sin dudarlo un instante por su mejor traje, que extrajo del armario empotrado, depositándolo con mimo sobre la colcha. Tras sacarle lustre a los zapatos se afeitó y regresó al dormitorio. Ya estaba prácticamente listo, pero le faltaba un detalle siempre importante: la elección de la corbata.
De entre las casi cuarenta que tenía fue fácil ir descartando las que no hacían juego con la camisa o con el traje, o las que tenían aspecto de estar más ajadas por el uso, lo que dejó reducidas las posibilidades a una docena, poco más o menos. Las había clásicas y de diseño, algunas lisas y otras como una explosión de colorido. Todas eran preciosas, la verdad sea dicha, pero ninguna le parecía lo bastante adecuada para la ocasión.
Entonces reparó en una semioculta casi al final, una corbata que de hecho aún no había tenido ocasión de estrenar desde que la compró, meses atrás, en el extranjero. Sí, siempre pensó que debía reservarla para algún evento importante, y hoy era el día. Además, parecía hecha a la medida del traje y de la camisa. Realmente impresionaba verse con ella puesta; al mirarse al espejo, aquel trozo de tela anudado a su cuello desprendía un no sé qué fascinante.



Salió a la calle. Podía haber ido caminando hasta su lugar de destino, que apenas distaba ocho manzanas de allí, pero en una fecha tan señalada debía cuidar todos los detalles, de forma que optó por tomar un taxi. El taxista no pudo evitar mirarlo tres o cuatro veces por el retrovisor durante el breve trayecto, y hasta al cobrarle el servicio apenas pudo balbucir unas palabras mientras le daba el cambio.
El hombre llegó al pie de la escalinata. Dos agentes de seguridad se acercaron de inmediato a pedirle las credenciales, pero la visión de la corbata de aquel intruso pareció dejarles como paralizados, y le permitieron continuar sin que el hombre tuviera que mostrar documentación alguna. Y lo mismo sucedió al final de las escaleras con los dos fornidos guardianes, que se encogieron al paso del visitante, sin preguntarle siquiera a dónde iba ni cuál era el motivo de su presencia allí.
El hombre cruzó el umbral de la robusta puerta y sintió como si una burbuja lo protegiese y lo aislase de cuanto le rodeaba. Desconocía por completo la distribución interna del edificio, su complejo entramado de pasillos y despachos, de salas de audiencias y de secretarías, de patios y de bibliotecas. Así que se dejó llevar por su intuición y puso rumbo hacia la planta primera a la que se accedía por una elegante escalinata decorada con exquisito gusto, como todo el interior del Palacio de Justicia.
Apenas recorridos unos peldaños, se cruzó con un ujier, que venía en dirección contraria, quien, al verlo, se apartó con una mueca mezcla de terror y de respeto, pegándose a la barandilla para no interferir lo más mínimo la ascensión de aquel hombre.
Al desembocar en la primera planta se repitió la escena. El ordenanza que ocupaba la mesa junto al pasillo central hizo intención de impedirle el paso si no se acreditaba previamente, pero tras efectuar una visión más detallada del intruso, levantó el periódico abierto que yacía sobre su buró y con él se cubrió el rostro, como quien desea alejar de sí una visión fantasmagórica o camuflarse para no ser reconocido.
El hombre avanzó por el pasillo, cubierto por una gruesa alfombra que ahogaba el ruido de sus pasos. Dejó atrás tres puertas que comunicaban con sendos despachos, y giró a la derecha al final del corredor. Allí, de frente, descubrió una gran puerta de doble jamba, por debajo de la cual se escapaba un rayo de luz. Delante de ella, a la derecha, existía aún otra mesita más con su correspondiente funcionario uniformado.
Al comprobar que el desconocido no traía tarjeta identificativa, el empleado trató de interceptarlo, pero al igual que sucediera con sus predecesores, pudo más la influencia que ejercía la extraña corbata, y se apartó de él rápidamente.
El hombre alargó su mano hasta el picaporte y probó a girarlo. El mecanismo hizo que la puerta se abriese y empujó con decisión, entrando en el despacho. Allí, enfrascado en la lectura de unos gruesos tomos de jurisprudencia, rodeado de papeles, estaba el mismísimo Presidente del Tribunal Supremo. Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando la bala salida de la pistola que empuñaba el desconocido le atravesó el pecho, tiñendo de sangre las paredes, la ventana y los documentos que acababa de firmar y salpicando incluso la corbata antes impoluta y sobre la que se diseminaban ahora dos fogonazos de color rojo que completaban definitivamente su belleza.

© Juan Ballester

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