martes, 28 de abril de 2009

La casa vacía

Ahora la casa está vacía ...
O mejor dicho, aún nos queda una banqueta, uno de los pe­queños taburetes de madera que nos regaló la tía Lola en nuestra boda. Eso es todo lo que se ha salvado del mobiliario, lo único que todavía nos permiten conservar. En las escasas ocasiones en que aún aparecemos por la casa, Ena y yo nos sentamos en ella por turno, generalmente cada cinco o diez minutos cambiamos y el que ha estado sentado se queda de pie para dejar que descanse el otro. Y nos quedamos así, de cara al balcón, con­tem­plando la desolación de los muros desnudos y un trocito de cielo con nubes, pues ni siquiera podemos ver el mar desde nuestra ubicación.
Nos llevó mucho tiempo darnos cuenta del despojo de que éramos víctimas; al principio, era frecuente echar en falta algún objeto del ajuar doméstico, pero lo atribuíamos a distracciones de uno o del otro, sucede en ocasiones que uno guarda sin querer la toalla en el refrigerador o el cepillo de dientes en el ropero. Probablemente pasaban semanas enteras sin que se produjese ninguna nueva anomalía, así que no pudimos advertir el fenómeno hasta que éste alcanzó proporciones alarmantes. Qué lejos estábamos de imaginar que fuese a convertirse en un problema de tal magnitud.
Luego empezamos a echar de menos varias piezas de valor, y la reacción lógica fue inculpar a la asistenta, porque llevaba poco tiempo a nuestro servicio y lo más sencillo resultaba pensar que las había roto o cogido ella. Pero después incluso de su partida continuamos teniendo la sensación de que la casa se nos iba vaciando sin sentirlo, y nuestras sospechas pasaron a recaer en la portera, que tenía una llave del piso y solía entrar a regar las macetas cuando mi esposa y yo nos ausentábamos los fines de semana. Pensándolo detenidamente era absurdo, porque para qué iba a querer la pobre mujer una maquinilla de afeitar o un par de vasos, por ejemplo, para qué iba a hurtar unos estropajos o unas zapatillas viejas.
Lo verdaderamente preocupante empezó cuando nos dimos cuenta de que nos faltaba una silla. Eso sí que no se saca descuidadamente en el bolso ni se tira a la basura. De nada sirvió cambiar la cerradura, ni poner rejas en las ventanas, ni instalar una alarma; las misteriosas desapariciones con­tinuaban teniendo lugar de forma más o menos periódica. A veces ocu­rría delante de nuestros mismos ojos. Recuerdo un día que estaba poniendo los cubiertos en la mesa, había colocado los tenedores y al volverme hacia el cajón de la cómoda para sacar un par de cuchillos ya no estaban los tenedores que acababa de dejar sobre el mantel. Imposible que Ena los hu­biese escondido, estaba en el cuarto de baño y no había nadie más en casa.
Dimos aviso a la policía, por supuesto, e incluso se presentaron en un par de ocasiones a tomar huellas y hacer inspecciones rutinarias, pero no lograron hilvanar una explicación coherente, pues todo sucedía como por arte de magia, como si hubiese un encantamiento. Igualmente acudimos a una pitonisa por si la parapsicología podía arrojar alguna luz sobre el asunto, pero aparte de cobrarnos una importante suma de dinero en sólo dos sesiones, tampoco consiguió resultados positivos.
La compañía de seguros, haciendo uso de mil y una argucias legales, se negó a hacerse cargo de la indemnización alegando que no resultaba probado que fuésemos víctimas de un robo. Se empeñaban en sostener la tesis de que Ena y yo habíamos ocultado los objetos de algún valor en otro lugar con el único fin de cobrar la prima, y ante la imposibilidad de demos­trar lo contrario, nos vimos privados de la ayuda económica necesaria para reponer lo que se iba evaporando sin darnos cuenta.
Además, lo absurdo de la situación era que desaparecían toda clase de objetos, no sólo los cuadros o los jarrones, sino también la cadena del water o las guías de teléfonos. A instancia nuestra se interrogó a los ve­ci­nos, y de sus declaraciones quedó patente que no sólo no habían visto a nin­gún extraño merodear por los alrededores, sino que tampoco habían apreciado trasiego alguno ni signos de estar efectuando traslado de enseres por nuestra parte. Esto era un dato a nuestro favor, pero las autoridades se negaban a aceptar ninguna hipótesis que tuviera su fundamento en lo sobre­natural.
Por otro lado, se puso de manifiesto que la irregularidad sólo tenía lugar en nuestro apartamento; el resto de los propietarios del bloque no habían detectado nada anormal en sus viviendas. Llegamos a pensar que existía una confabulación, o que trataban de gastarnos una broma macabra, incluso que fuera obra de algún espíritu maligno que se quería vengar de nosotros, pues no cabía otra explicación racional al hecho de que se produjera en nuestras propias narices y cuando no había nadie más en el piso. Ciertamente es difícil creer en la presencia de seres incorpóreos correteando invisibles por las habitaciones, empeñados en hacernos la vida imposible, mas no podía tratarse de otra cosa; teníamos metido a un enemigo en nuestro propio hogar, infiltrado no se sabe cómo ni con qué intenciones. Si pretendía que nos marchásemos de la casa, podía haber elegido métodos más contundentes, más rápidos, en lugar de prolongar una especie de agonía sin sentido. En cualquier caso, no logró alejarnos de allí hasta que fue demasiado tarde.
Una noche nos despertamos bruscamente y pudimos comprobar que acababa de esfumarse la cama y que nos hallábamos tumbados en el suelo. Era como para volverse loco, Ena gritaba histérica que quería mudarse a otro piso, y no le faltaba razón, mas con eso no se resolvía la cuestión, por­que lo importante era desenmascarar al autor de semejante latrocinio. El mobiliario estaba siendo evacuado de alguna forma, y yo no me resignaba a arrojar sin más tierra sobre el asunto sin agotar antes todas las posi­bili­dades de descubrir la verdad.
Pronto nuestras pertenencias quedaron reducidas a la mínima expre­sión. En las últimas semanas en que nos alojamos allí nos dimos cuenta de que lo mejor era anticiparse a los movimientos de nuestro adversario y vender lo poco que aún nos quedaba; siempre nos darían algo por ello antes que dejar que se volatilizara. Condenados a perderlo todo, aprendimos a vivir entre esas paredes huérfanas, a envolvernos en sacos de dormir, a per­ma­necer de pie o sentarnos en el único taburete superviviente, a pres­cindir de toallas, jabón y otras comodidades básicas. Las noches más calu­rosas las pasábamos en la calle tratando de olvidar en la medida de lo posible nuestra desventura, temerosos de enfrentarnos a ese visitante des­co­nocido; sufría­mos menos si nos ausentábamos del lugar que había constituido nuestro hogar feliz durante tanto tiempo.
Ahora la casa está vacía, ahora no hay nada que hacer, y por eso nos hemos venido a vivir a un hotel y abandonado para siempre ese desierto, esa maldición que parece perseguirnos. Bien es cierto que de cuando en cuando nos invade la añoranza y retornamos a nuestra antigua morada a pasar unas horas y verificar si sigue adelante el proceso de desintegración, y aunque ya no tenemos nada que merezca la pena salvar, siempre notamos que han desmontado un enchufe, una tubería o una persiana más.


Escribo estas líneas sometido a una fuerte tensión nerviosa y a un horror indescriptible. Presiento que debimos habernos alejado de la casa desde el primer día; así se hubiera evitado la catástrofe, porque también Ena ha desaparecido. Ocurrió durante la última visita que efectuamos juntos a la vivienda maldita, la había dejado sola un momento en uno de los antiguos dormitorios creyendo que no corríamos peligro, y sin embargo se desva­neció en el aire. Por más que la he buscado, por más que he golpeado las paredes y gritado pidiendo auxilio, todo ha sido inútil. He presentado una denuncia, y es indignante porque al parecer me consideran sospechoso de haberla secuestrado o de estar fingiendo algo turbio. Ahora paso las horas muertas sentado sobre el ridículo taburete, mirando las nubes que dis­curren de derecha a izquierda, y me pregunto si al menos el autor de todo este despojo tendrá el detalle de llevarme a mí también, de dejar que me reúna con
© Juan Ballester
Si quieres escucharlo en mi propia voz, pincha aquí:


2 comentarios:

juan ballester dijo...

Este relato está fechado en 1995. A veces lo releo y no me gusta nada, y otras en cambio lo encuentro aceptable.
La grabación en mi propia voz la realicé en 2006 o 2007, para un programa de radio nocturno que se emitía por internet.

Felisa Moreno dijo...

No había leído este relato, la idea es muy buena, creo que da muy bien para un corto. Besos.