miércoles, 5 de agosto de 2009

Juegos de butaca

Había conseguido una entrada en la fila seis para ver "Espectros" en el Albéniz el jueves por la noche. Solía ir al teatro a menudo, un par de veces al mes por lo menos, a pesar de que casi siempre le atacaba la depresión, la soledad, ese sentirse solo allí dentro en medio del patio de butacas, rodeado de tanta gente y sin embargo tan distante. Bien es cierto que también le invadía una especie de felicidad interior cada vez que a su lado el azar colocaba a alguna señorita, aunque por desgracia siempre iban acompañadas de otras amigas o de su novio.
Llegó bastante pronto, el cuarto o el quinto, de modo que aprovechó esos minutos para leer el programa de mano, siempre es una buena forma de llenar ese vacío que se produce hasta que se apagan las luces. Poco a poco iba acudiendo más público; muy pronto dos matrimonios mayores vinieron a ocupar las localidades de su izquierda, y casi en seguida apareció una joven, que se sentó hacia su derecha, dejando un asiento libre entre ambos. La examinó con una rápida ojeada: su aspecto era corriente, de unos treinta años como mucho, y vestía un traje marrón. Pensó que pronto haría acto de presencia su acompañante y recordó que en estos casos son los varones, con un ancestral instinto protector, los que tienden a colocarse al lado del caballero desconocido.
La sala presentaba un magnífico aspecto; de hecho, en las primeras filas estaba prácticamente completo. Llegó otra mujer, de apariencia menos interesante y algo mayor que la anterior, y se colocó junto a él, en el asiento que aún quedaba libre, aunque en seguida las dos mujeres intercambiaron su posición, quedando pues la que había llegado primero al lado suyo. Eso le indujo a pensar que venían juntas, nadie acostumbra a sentarse en una localidad que no le pertenece.
Siguió enfrascado en la lectura del programa hasta que se apagaron los focos. Entonces extrajo las gafas del bolsillo de su chaqueta para ver mejor las caras de los actores (en realidad no las necesitaba, si se las ponía era sólo porque le resultaba fastidioso tener que entornar los ojos para distinguir sus facciones). En la sala reinaba una atmósfera especial, como sucede cada vez que se representa una obra maestra, y se dispuso a disfrutar del espectáculo que se desarrollaba en el escenario.
Fue aproximadamente hacia la mitad del primer acto cuando sintió un leve roce en su pie derecho, fruto seguramente de un movimiento casual. Quizá la reacción normal hubiera sido retirar ligeramente el zapato hacia adentro, porque tal vez estaba invadiendo el espacio reservado a la butaca contigua, pero pensó que ya lo haría la otra si quería.
Sin embargo ella no lo movió, antes al contrario, era como si lo hubiese dejado pegado al suyo a propósito. Si hubiera sido un hombre, él se hubiera comportado de otra forma, desde luego, mas tratándose de un ejemplar del sexo femenino no le importó en absoluto que sus zapatos se rozasen.
Le dio un estremecimiento sólo de pensar que el incidente pudiera no ser fortuito. Absurdo, sí, pero en la duda optó por seguir con el pie allí, pegado al de su vecina como si tuviese un imán, incluso afianzándose en el entarimado y presionando ligeramente hacia la derecha. La joven no pareció incomodarse ante esta reacción, ante esta caricia del cuero contra el cuero, y pareció en cambio aceptar la respuesta del intruso. A fin de cuentas el primer contacto había sido obra suya.
Debía tratarse de un error, era aún demasiado prematuro sacar conclusiones, era iluso imaginarse a una muchacha lanzándose a provocar de aquella manera, sin saber con qué clase de tipo se las tenía que ver. Por supuesto, había tenido tiempo de sobra para fijarse en él mientras las luces estuvieron encendidas, y a lo mejor le había gustado su aspecto. No dejaba de ser extraño, de todas formas, que fuese la mujer quien hubiese lanzado el primer ataque, más bien suele ser al contrario. El caso es que los dos pies siguieron allí aferrados, haciendo presión el uno sobre el otro, como desafiándose.


Terminó el primer acto y sin interrupción dio comienzo el segundo. Nadie por tanto se movió de su asiento. En cambio, lo que sí empezó a moverse fueron sus pies, balanceándose ligeramente a derecha e izquierda, siempre pegados, como si estuvieran siguiendo el compás de una música imaginaria. El, de cuando en cuando, desviaba imperceptiblemente la mirada hacia la chica, que no daba síntomas de interesarse por otra cosa que no fuera lo que acontecía en el escenario. Y sin embargo, su zapato demostraba a las claras que también le interesaba ese espectáculo subterráneo que se desarrollaba entre ambos.
En seguida sintió el pequeño zapato reptando, aupándose sobre el suyo, y el balanceo lateral pasó a ser hacia arriba y hacia abajo, ella presionando hacia el suelo y después él levantando la puntera y desplazando el pie de su cómplice hacia lo alto. A veces paraban, quizá para estudiar la estrategia, y en una de esas pausas aprovechó para buscar el tobillo de su compañera, que encontró haciendo girar el zapato sobre la suela. Llevaba pantalones y probablemente medias debajo, porque a través del calcetín creyó apreciar un tacto de seda. Era increíble que se pudiese sentir el tacto con el hueso del tobillo.
A esas alturas ya no le quedaba ninguna duda de que todo aquello era intencionado, de que ella buscaba algo, quizá una sensación nueva, tal vez una aventura. Aunque era tan patoso con las mujeres que aún temía que se tratase de un malentendido o de una burla.
Por supuesto que con semejante pasatiempo la representación del escenario le resultaba cada vez menos interesante. Tenía casi los cinco sentidos puestos en eso que latía ahí dentro, en las profundidades de la butaca. Deseaba y a la vez temía el momento en que llegase el descanso, porque estaba pasándolo bien, inesperadamente bien, y quién sabe si la magia y la atracción de ese instante se desvanecería al dar las luces.
Pero no hubo intermedio; sólo un oscurecimiento momentáneo del escenario dejaba adivinar que había terminado la segunda parte, dando comienzo de inmediato la tercera. Entonces empezó a pensar en lo que acontecería después, al final, cuando cayera definitivamente el telón sobre Ibsen. En casa le esperaban sus padres, si bien desde luego podría sacar tiempo siquiera fuera para tomar una cerveza con ella en cualquier sitio, para intercambiar números de teléfono o concertar una cita para el sábado. No podía ser de otra forma, porque si no, ¿qué sentido tenía ese tácito acuerdo de seguir jugueteando con los zapatos?
Ninguno de los dos giraba la cabeza, ni aparentemente movían un solo músculo de su cuerpo. Tal vez la joven pretendía evitar que su amiga se diese cuenta, aunque de todos modos tendría que enterarse, cuando se levantasen y fuesen hacia la salida tendría que notar que él las acompañaba. Así que de momento todo parecía normal en el hueco que quedaba entre las dos butacas, en esa tierra de nadie. Empezó a darle sacudidas el pie, puesto que lo apoyaba sólo sobre el tacón, y su agitación iba creciendo por momentos. Notaba en su empeine la suavidad de la suela de la muchacha, y sus pantorrillas podían percibir un ligero calorcillo ante la proximidad de la otra pierna.
Aquello resultaba absolutamente placentero para él, y supuso que también para ella. Le hubiera gustado ir más allá, probar por ejemplo a dejar caer lánguidamente el brazo entre los dos sillones, o reclinarse más hacia el otro asiento, pero no quería levantar sospechas, podían darse cuenta en la fila de atrás o en los laterales, y al fin y al cabo si era la mujer quien había iniciado el juego, también podía ser ella la que se decidiese a dar el siguiente paso. Además, para qué negarlo, todavía le quedaban resabios de incredulidad, no podía estar seguro de hasta dónde deseaba llegar su vecina, ni si era prudente adelantarse a sus movimientos. Lo cierto es que la obra iba poco a poco desembocando hacia su conclusión, que a pesar de su relativa pérdida de interés por la trama argumental, la última escena se acercaba y probablemente ya no merecía la pena estropearlo todo de repente.
Se hizo la oscuridad más absoluta y todo quedó en silencio allá arriba. Los aplausos irrumpieron llenando la sala, y se dio cuenta de que sus pies ya no estaban juntos, de que se habían desasido momentáneamente al echar el cuerpo hacia adelante para aplaudir. Los actores salieron a saludar una, dos, tres veces, mientras todo el auditorio atronaba y él se afanaba por recuperar el contacto perdido, por encontrar nuevamente el otro pie, sin conseguirlo. Las luces volvieron a iluminar toda la estancia.
Decidió quedarse todavía sentado en su butaca, remoloneando, desperezándose, estudiando el terreno. Volvió la vista con disimulo y encontró sus ojos fijos en él, aunque sin expresión alguna. Entonces su compañera de baile se agachó para recoger su bolso del suelo y se levantó. Fue tras ella con toda naturalidad, y descubrió con asombro que en realidad había venido sola también, porque la otra chica, la que se había instalado primeramente a su lado, ya se había marchado en otro grupo. Caminaron despacio por el pasillo, puesto que aún continuaba saliendo gente, y echó mano a su bolsillo para extraer un cigarrillo mientras la seguía a muy corta distancia. Pero ella no se volvió ni una sola vez, como ajena a todo, y así llegaron al vestíbulo. Probablemente allí sucedería algo, se iniciaría una conversación (lo de encender el cigarrillo lo había hecho como una posible forma de romper el hielo), o intercambiarían miradas de complicidad, pero tampoco. Ella empujó con decisión las pesadas puertas y salió a la calle. Un tanto desconcertado y con el corazón latiendo muy deprisa, vio cómo se alejaba calle arriba, y aunque el hombre debía dirigirse a coger el autobús en la otra dirección, fue no obstante a buscarla, a tratar de convencerla para que se quedase. La joven llevaba un paso bastante rápido ahora y ni siquiera se volvía a mirar. ¿Presentía que el otro le estaba siguiendo? ¿Le habría entrado miedo de repente ante la perspectiva de verse cara a cara con aquel individuo con sabe Dios qué intenciones? Eso es algo que nunca pudo averiguar. Apenas si podía seguirla ya con la mirada, pues se alejaba a toda velocidad, casi corriendo, hasta perderse en las profundidades de la boca del metro. Tal vez hubiera debido llegarse hasta allí, comprobar si eso también formaba parte del juego, si ella le esperaba en el andén, y en cambio se quedó con su cara de idiota, con el cigarrillo a medio consumir quemándole los labios, mientras se desvanecían los efluvios de aquel espectro (por cierto, la obra se titulaba "Espectros". ¿No era esto una coincidencia?). Reemprendió el camino hacia casa, hacia la soledad, hacia la nada en definitiva. Ya sólo le quedaba esperar a que el autobús le condujese a su destino, luego servirse un whisky bien cargado, emborronar unas cuantas hojas de papel tratando de reconstruir los hechos, y llorar, sobre todo llorar.
© Juan Ballester

3 comentarios:

Felisa Moreno dijo...

Vengo a visitarte y me encuentro con un cambio de look total, debo confesarte que no me gusta el color de fondo oscuro, dificulta la lectura e impide disfrutar de las letras que derramas con tanta sensibilidad.

En cuanto al relato, me ha parecido muy bueno, de una desesperanza absoluta. Enhorabuena.

Un abrazo

juan ballester dijo...

Gracias por tu visita, Felisa.
He tomado nota de tu sugerencia y he cambiado el fondo, dejándolo blanco, como estaba al principio. Espero que así se lea mejor.

En cuanto al relato, he de confesar que es una historia verídica, una experiencia personal que al menos me sirvió para obtener un accésit en un certamen de cuentos, hace ya unos cuantos años.

Felisa Moreno dijo...

Vaya, si es una historia real, adquiere mayor valor. Hay que ver que cosas te pasan.

Me gusta más así, negro sobre blanco, como toda la vida y reconozco que se lo voy diciendo a todos los que se empeñan en escribir en fondo negro, soy una cansina.

Un beso