Quizá ello fue como digo el origen de una extraña afición que se fue manifestando poco a poco, en parte para compensar su fracaso amoroso y en parte con un punto de nostalgia. Los primeros pasos no dejaban de ser detalles insignificantes: un posavasos firmado por la mujer de sus sueños, obtenido durante la fiesta de fin de curso, una servilleta de papel en la que ella misma había escrito su nombre descuidadamente, o la fotografía de grupo en la que Ricardo había hecho todo lo posible para quedarse cerca de ella, como si de esa forma el vínculo invisible que le unía a esa mujer fuese más sólido. Y cuando al fin cada uno hubo de tomar un rumbo diferente, él hacia la Facultad de Derecho y ella a la de Filosofía y Letras, y el tiempo fue abriendo un abismo entre ambos, a Ricardo le dio la ventolera de ir haciendo acopio de cualquier objeto que tuviera relación con ese nombre, como si con ello pudiera retener en su corazón y en su memoria ese primer amor de su vida, que tan honda huella iba a dejarle en el futuro. Y de esta forma, un día se sorprendió a sí mismo comprando un disco de Sylvie Vartan, y otro buscando entre sus amigos y conocidos alguien que tuviera grabada en video la película Viridiana, sólo porque en ella actuaba una actriz mexicana llamada Silvia Pinal. Y el siguiente paso fue el de sacarse el carnet de lector y recorrer una por una las múltiples bibliotecas de la ciudad en busca de libros, revistas o fotografías que tuvieran alguna relación con estas o con otras Silvias, para después fotocopiar la parte que le pudiera interesar, llegando incluso a arrancar páginas o reportajes en donde se hablara de alguna Silvia o que simplemente estuviera firmado por alguna mujer con este nombre. Allí también descubrió decenas de novelas y obras teatrales en las que Silvia era el nombre de alguno de los personajes.
Era consciente de que esta extraña y repentina afición no era muy normal, pero vaya, muchas personas coleccionan otras muchas extravagancias, desde piedras de colores hasta bolsos de piel, desde vitolas de puros hasta billetes capicúas, de forma que en parte se sentía orgulloso de esta ocupación tan singular que procuraba mantener en secreto, pues -no sabía bien por qué- hasta el simple hecho de pronunciar la palabra Silvia en público le parecía que era como ensuciarlo, y si lo oía pronunciar se sentía como si le hubiesen robado su tesoro más preciado. Por tal motivo, guardaba todos esos recortes y objetos fuera del alcance visual de su familia, bien camuflados entre los apuntes de la Universidad, o en los lugares más insospechados de su habitación.
No tardó en poseer un aceptable surtido de llaveros, azulejos, pegatinas y abalorios con ese nombre grabado de alguna manera. Y los había de cuero, de madera, de metal, de cristal, de resina, de tela y por supuesto de papel. Y cuando el espacio que ocupaba todo aquello fue demasiado para seguir oculto, nadie en su casa reparó en que de la noche a la mañana había aparecido en la estantería del pasillo una extensa discografía de Sylvie Vartan y un nutrido grupo de libros de teatro o sobre ornitología, puesto que, en una de sus múltiples búsquedas por los rincones de las bibliotecas había averiguado que sylvia era también el nombre de un género de pájaros al que pertenecían las currucas, con lo cual su campo de actuación quedó mucho más abierto a partir de entonces.
No había periódico o revista que cayera en sus manos sin que le echara una rápida ojeada en busca de la palabra mágica. Una extraña atracción, como un imán, le llevaba a reconocer en seguida las páginas en las que hablaban de alguna Silvia o en las que aparecía ese nombre por cualquier razón. Pero él necesitaba ir más allá, necesitaba recopilar esas muchas otras Silvias anónimas y desperdigadas por aquí y allá.
Una noche se despertó sobresaltado, con una idea rondándole la cabeza. Era como una revelación, como si de repente se le abriera un nuevo horizonte: ¡Los cementerios! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? En los cementerios tenía que haber cientos de tumbas de mujeres que se llamasen Silvia. Bastaría con leer las inscripciones de las lápidas para ir encontrándolas.
Aquello fue la eclosión definitiva de un pasatiempo doméstico que hasta ese momento tenía dimensiones relativamente reducidas. De modo que al día siguiente se compró una cámara fotográfica, aunque en su vida había manejado ninguna, pero después de todo, ya iba siendo hora de aprender. Y para practicar nada mejor que irse a patear la ciudad o incluso al campo, o al menos eso es lo que le decía a su familia cuando tenía pensado ausentarse con su cámara en ristre.
Como sabía que en los cementerios eso de ir tomando fotografías de las tumbas podía resultar sospechoso de alguna actividad delictiva, procuraba visitarlos en los días y a las horas en que la afluencia de familiares y allegados era menor, y siempre actuando con mucha discreción. No se trataba por supuesto de recorrer todas y cada una de las tumbas, pero sí al menos las más accesibles, haciendo como si leyese o tomase apuntes para algún poema o ensayo.
De esta forma fue reuniendo varios centenares de imágenes, obtenidas de panteones, nichos y tumbas esparcidas por cada rincón del cementerio municipal primero y más tarde de otros cementerios más pequeños que salpicaban la ciudad y las localidades más cercanas.
Cada vez que tenía que viajar fuera, por turismo o cualquier otra razón, se informaba acerca del emplazamiento del cementerio y allí se plantaba, cámara en mano, en busca de alguna Silvia perdida que añadir a su ya nutridísima colección. Y también se estudiaba el callejero por si encontraba ese nombre en alguna plaza, calle o avenida.
Y las fue encontrando de todas las edades y con toda clase de apellidos, desde los sofisticados y compuestos hasta los inevitables Garcías, López o Martínez; había Silvias de ojos azules y negros, pasando por toda la gama intermedia, rubias y morenas, amas de casa y prostitutas, actrices y empresarias, escritoras y farmacéuticas, profesoras de aerobic y alumnas de instituto, como aquella que un día ya lejano le dejó una herida en el alma de la que aún no se había podido restablecer.
Poco a poco logró ir recopilando miles de ellas, casi todas personas fallecidas, mujeres casi siempre sin rostro unidas por las seis letras de su nombre. Las fotografiaba y las iba colocando en álbumes, clasificadas por alguna otra característica, como la inicial del apellido, la fecha de nacimiento o de defunción o la localidad en donde las iba encontrando. Y para poder controlarlas a todas y poder localizar a cada una de ellas, llegado el caso, hasta empezó a elaborar unos índices a modo de inventario.
Tal vez por esta especie de homenaje a aquella Silvia primigenia, Ricardo no pudo o no quiso amar a otras mujeres, y pasaron los años y fue convirtiéndose en un solitario, dedicado a sus tareas profesionales que compaginaba con su obsesiva necesidad de aumentar y cuidar su colección. El hecho de vivir solo le dejaba libertad para distribuir por su vivienda su inestimable colección, ya fuera en anaqueles expresamente construidos para ello, o en forma de láminas que iba colgando por las paredes aquí y allá, en especial las de las vistosas currucas. Y era algo tan suyo, que no deseaba compartirlo con nadie, de modo que a ningún intruso le estaba permitido entrar en su casa a menos que fuese absolutamente imprescindible.
La humanidad evoluciona, y las nuevas tecnologías irrumpieron en la vida cotidiana de las personas, y por supuesto también en la de Ricardo. Sobre todo la llegada de Internet supuso abrir un nuevo frente de actuación de dimensiones casi infinitas. Con la barra del buscador podía no sólo acceder a listados de personas, sino también llenar de nuevos rostros sus ya nutridos archivos, con la comodidad añadida de no tener que salir de casa. En pocas semanas el número de Silvias se cuadruplicó, llegando en seguida a cifras tan apabullantes que apenas era capaz de calcular el número de las que tenía recopiladas, ni siquiera de forma aproximada.
También tenía la costumbre de mirar los buzones cada vez que entraba o salía de un edificio, por si en ellos localizaba alguna Silvia, y en ese caso el teléfono móvil le era de gran utilidad porque le permitía fotografiar ese recuadro con el nombre, que luego incorporaba a sus archivos generales al llegar a casa.
En los foros, chats y direcciones de correos adoptaba siempre algún seudónimo relacionado con el nombre mágico y de significado tan especial para él, y hasta pensó en hacer una página web que versara sobre todas las Silvias más o menos famosas que en el mundo han sido, pero finalmente optó por guardarse para sí todo lo que sabía acerca de ellas y por supuesto su ingente colección de nombres, rostros y recuerdos diversos.
Una tarde lluviosa, mientras se dirigía hacia una boca de metro a la salida del trabajo, unos ojos oscuros que venían de frente llamaron su atención. No podía ser. Esos ojos, esa mirada… los conocía demasiado bien, los tenía clavados en el alma desde hacía treinta y tantos años, no habían cambiado en todo aquel tiempo.
- ¿Silvia? -susurró apenas con un hilo de voz.
La mujer se volvió al escuchar su nombre.
- ¡Ricardo! ¡Dios mío, qué sorpresa!
“Se acuerda de mí”, pensó él, tratando de aparentar serenidad, aunque el corazón ya le había dado dos vueltas de campana.
Le estampó dos sonoros besos, curiosamente los primeros que recibía de ella, que llegaban con varias décadas de retraso. Y en seguida se dieron cuenta de que se estaban empapando y entraron al café más próximo.
- Qué joven estás, niña. No has cambiado nada.
- Oye, ¿qué es de tu vida? -preguntó ella.
- No, cuéntame tú -le indicó Ricardo-. Mi vida no tiene nada interesante.
Silvia empezó a hablar, a informarle de que se había casado y tenido dos hijos, de que ahora estaba separada, que era directora adjunta en una agencia de viajes y no sé cuantas cosas más, pero Ricardo no era capaz de prestar atención, tal era el grado de excitación en que se hallaba. Si esa mujer supiera que siempre llevaba en la cartera aquel trozo de servilleta de papel en la que una muchacha adolescente -la misma que ahora, sentada frente a él, rondaba el medio siglo- había escrito su nombre, allá por su época de estudiante... Él hubiera querido decirle que jamás había dejado de pensar en ella en aquellos treinta y seis años, cuatro meses y catorce días, y contarle que toda su existencia giraba de alguna manera en torno a su nombre y a su recuerdo, pero temía ser rechazado una vez más. No podía hacer otra cosa que callarse y disfrutar aquel breve paréntesis de felicidad, aquel oasis en medio del desierto de su noche constante.
Intercambiaron teléfonos con la vaga promesa de llamarse cualquier día de estos y quedar para tomar algo con más tranquilidad. En la calle había dejado de llover, aunque las aceras estaban aún encharcadas y brillantes y en el cielo relucía la luna llena. Silvia cogió un taxi y se ofreció a acercarlo hasta su casa, que le pillaba de camino, pero Ricardo se excusó no fuera a ser que ella decidiera subir al apartamento y descubriera todas aquellas otras Silvias que abarrotaban las paredes y las estanterías y se viera forzado a explicar cómo había llenado su tiempo libre en ese lapsus de casi cuatro décadas.
Decidió regresar caminando, con las manos en los bolsillos y con las mejillas aún ardiendo a causa de los dos nuevos besos que Silvia le había regalado antes de perderse entre el tráfico, seguramente para siempre. Ricardo tuvo tiempo de pensar, de recordar aquellos tiempos lejanos en los que aún tenía las manos llenas de proyectos e ilusiones. Con las yemas de los dedos acariciaba el trozo de papel donde minutos antes ella había anotado el número de su teléfono móvil. Una especie de vergüenza se apoderó de él, una sensación de haber desperdiciado su existencia tratando de buscar una quimera, de alcanzar un fantasma que, cuando por fin se había materializado, había sido para dejar al descubierto sus miserias.
Al llegar al portal, hizo una bolita con el trozo de papel que le quemaba el bolsillo y la arrojó a una alcantarilla. Minutos más tarde, cuando los bomberos se personaron en el inmueble, encontraron un ordenador despanzurrado en la acera y una columna de humo proveniente del interior del apartamento de Ricardo.
Una noche se despertó sobresaltado, con una idea rondándole la cabeza. Era como una revelación, como si de repente se le abriera un nuevo horizonte: ¡Los cementerios! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? En los cementerios tenía que haber cientos de tumbas de mujeres que se llamasen Silvia. Bastaría con leer las inscripciones de las lápidas para ir encontrándolas.
Aquello fue la eclosión definitiva de un pasatiempo doméstico que hasta ese momento tenía dimensiones relativamente reducidas. De modo que al día siguiente se compró una cámara fotográfica, aunque en su vida había manejado ninguna, pero después de todo, ya iba siendo hora de aprender. Y para practicar nada mejor que irse a patear la ciudad o incluso al campo, o al menos eso es lo que le decía a su familia cuando tenía pensado ausentarse con su cámara en ristre.
Como sabía que en los cementerios eso de ir tomando fotografías de las tumbas podía resultar sospechoso de alguna actividad delictiva, procuraba visitarlos en los días y a las horas en que la afluencia de familiares y allegados era menor, y siempre actuando con mucha discreción. No se trataba por supuesto de recorrer todas y cada una de las tumbas, pero sí al menos las más accesibles, haciendo como si leyese o tomase apuntes para algún poema o ensayo.
De esta forma fue reuniendo varios centenares de imágenes, obtenidas de panteones, nichos y tumbas esparcidas por cada rincón del cementerio municipal primero y más tarde de otros cementerios más pequeños que salpicaban la ciudad y las localidades más cercanas.
Cada vez que tenía que viajar fuera, por turismo o cualquier otra razón, se informaba acerca del emplazamiento del cementerio y allí se plantaba, cámara en mano, en busca de alguna Silvia perdida que añadir a su ya nutridísima colección. Y también se estudiaba el callejero por si encontraba ese nombre en alguna plaza, calle o avenida.
Y las fue encontrando de todas las edades y con toda clase de apellidos, desde los sofisticados y compuestos hasta los inevitables Garcías, López o Martínez; había Silvias de ojos azules y negros, pasando por toda la gama intermedia, rubias y morenas, amas de casa y prostitutas, actrices y empresarias, escritoras y farmacéuticas, profesoras de aerobic y alumnas de instituto, como aquella que un día ya lejano le dejó una herida en el alma de la que aún no se había podido restablecer.
Poco a poco logró ir recopilando miles de ellas, casi todas personas fallecidas, mujeres casi siempre sin rostro unidas por las seis letras de su nombre. Las fotografiaba y las iba colocando en álbumes, clasificadas por alguna otra característica, como la inicial del apellido, la fecha de nacimiento o de defunción o la localidad en donde las iba encontrando. Y para poder controlarlas a todas y poder localizar a cada una de ellas, llegado el caso, hasta empezó a elaborar unos índices a modo de inventario.
Tal vez por esta especie de homenaje a aquella Silvia primigenia, Ricardo no pudo o no quiso amar a otras mujeres, y pasaron los años y fue convirtiéndose en un solitario, dedicado a sus tareas profesionales que compaginaba con su obsesiva necesidad de aumentar y cuidar su colección. El hecho de vivir solo le dejaba libertad para distribuir por su vivienda su inestimable colección, ya fuera en anaqueles expresamente construidos para ello, o en forma de láminas que iba colgando por las paredes aquí y allá, en especial las de las vistosas currucas. Y era algo tan suyo, que no deseaba compartirlo con nadie, de modo que a ningún intruso le estaba permitido entrar en su casa a menos que fuese absolutamente imprescindible.
La humanidad evoluciona, y las nuevas tecnologías irrumpieron en la vida cotidiana de las personas, y por supuesto también en la de Ricardo. Sobre todo la llegada de Internet supuso abrir un nuevo frente de actuación de dimensiones casi infinitas. Con la barra del buscador podía no sólo acceder a listados de personas, sino también llenar de nuevos rostros sus ya nutridos archivos, con la comodidad añadida de no tener que salir de casa. En pocas semanas el número de Silvias se cuadruplicó, llegando en seguida a cifras tan apabullantes que apenas era capaz de calcular el número de las que tenía recopiladas, ni siquiera de forma aproximada.
También tenía la costumbre de mirar los buzones cada vez que entraba o salía de un edificio, por si en ellos localizaba alguna Silvia, y en ese caso el teléfono móvil le era de gran utilidad porque le permitía fotografiar ese recuadro con el nombre, que luego incorporaba a sus archivos generales al llegar a casa.
En los foros, chats y direcciones de correos adoptaba siempre algún seudónimo relacionado con el nombre mágico y de significado tan especial para él, y hasta pensó en hacer una página web que versara sobre todas las Silvias más o menos famosas que en el mundo han sido, pero finalmente optó por guardarse para sí todo lo que sabía acerca de ellas y por supuesto su ingente colección de nombres, rostros y recuerdos diversos.
Una tarde lluviosa, mientras se dirigía hacia una boca de metro a la salida del trabajo, unos ojos oscuros que venían de frente llamaron su atención. No podía ser. Esos ojos, esa mirada… los conocía demasiado bien, los tenía clavados en el alma desde hacía treinta y tantos años, no habían cambiado en todo aquel tiempo.
- ¿Silvia? -susurró apenas con un hilo de voz.
La mujer se volvió al escuchar su nombre.
- ¡Ricardo! ¡Dios mío, qué sorpresa!
“Se acuerda de mí”, pensó él, tratando de aparentar serenidad, aunque el corazón ya le había dado dos vueltas de campana.
Le estampó dos sonoros besos, curiosamente los primeros que recibía de ella, que llegaban con varias décadas de retraso. Y en seguida se dieron cuenta de que se estaban empapando y entraron al café más próximo.
- Qué joven estás, niña. No has cambiado nada.
- Oye, ¿qué es de tu vida? -preguntó ella.
- No, cuéntame tú -le indicó Ricardo-. Mi vida no tiene nada interesante.
Silvia empezó a hablar, a informarle de que se había casado y tenido dos hijos, de que ahora estaba separada, que era directora adjunta en una agencia de viajes y no sé cuantas cosas más, pero Ricardo no era capaz de prestar atención, tal era el grado de excitación en que se hallaba. Si esa mujer supiera que siempre llevaba en la cartera aquel trozo de servilleta de papel en la que una muchacha adolescente -la misma que ahora, sentada frente a él, rondaba el medio siglo- había escrito su nombre, allá por su época de estudiante... Él hubiera querido decirle que jamás había dejado de pensar en ella en aquellos treinta y seis años, cuatro meses y catorce días, y contarle que toda su existencia giraba de alguna manera en torno a su nombre y a su recuerdo, pero temía ser rechazado una vez más. No podía hacer otra cosa que callarse y disfrutar aquel breve paréntesis de felicidad, aquel oasis en medio del desierto de su noche constante.
Intercambiaron teléfonos con la vaga promesa de llamarse cualquier día de estos y quedar para tomar algo con más tranquilidad. En la calle había dejado de llover, aunque las aceras estaban aún encharcadas y brillantes y en el cielo relucía la luna llena. Silvia cogió un taxi y se ofreció a acercarlo hasta su casa, que le pillaba de camino, pero Ricardo se excusó no fuera a ser que ella decidiera subir al apartamento y descubriera todas aquellas otras Silvias que abarrotaban las paredes y las estanterías y se viera forzado a explicar cómo había llenado su tiempo libre en ese lapsus de casi cuatro décadas.
Decidió regresar caminando, con las manos en los bolsillos y con las mejillas aún ardiendo a causa de los dos nuevos besos que Silvia le había regalado antes de perderse entre el tráfico, seguramente para siempre. Ricardo tuvo tiempo de pensar, de recordar aquellos tiempos lejanos en los que aún tenía las manos llenas de proyectos e ilusiones. Con las yemas de los dedos acariciaba el trozo de papel donde minutos antes ella había anotado el número de su teléfono móvil. Una especie de vergüenza se apoderó de él, una sensación de haber desperdiciado su existencia tratando de buscar una quimera, de alcanzar un fantasma que, cuando por fin se había materializado, había sido para dejar al descubierto sus miserias.
Al llegar al portal, hizo una bolita con el trozo de papel que le quemaba el bolsillo y la arrojó a una alcantarilla. Minutos más tarde, cuando los bomberos se personaron en el inmueble, encontraron un ordenador despanzurrado en la acera y una columna de humo proveniente del interior del apartamento de Ricardo.
© Juan Ballester
1 comentario:
Yo tube la misma experiencia, conoci mas de 46 Silvias en un año, mientras hacia un viaje a España e Italia.
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