martes, 22 de diciembre de 2009

El coleccionista de Silvias

Probablemente la culpa la tuvo aquella compañera de instituto, hace ya muchos años. Aquella chica morena y de ojos oscuros que se llamaba Silvia y que se sentaba dos pupitres por detrás de Ricardo. Aquella chica con la no llegó a salir, a pesar de los nume­rosos poemas que la iba escribiendo y que la propia Silvia leía, unas veces agradecida, otras perpleja y siempre sin tomárselo dema­siado en serio.
Quizá ello fue como digo el origen de una extraña afición que se fue ma­ni­fes­­tando poco a poco, en parte para compensar su fracaso amoroso y en parte con un punto de nostalgia. Los primeros pasos no dejaban de ser detalles insig­ni­fi­cantes: un posa­vasos firmado por la mujer de sus sueños, obtenido durante la fiesta de fin de curso, una servilleta de papel en la que ella misma había escrito su nombre descui­da­da­mente, o la fotografía de grupo en la que Ricardo había hecho todo lo posible para que­darse cerca de ella, como si de esa forma el vín­culo invisible que le unía a esa mujer fuese más sólido. Y cuando al fin cada uno hubo de tomar un rumbo dife­rente, él hacia la Facultad de Derecho y ella a la de Filosofía y Letras, y el tiempo fue abrien­do un abismo entre ambos, a Ricardo le dio la ventolera de ir haciendo acopio de cualquier objeto que tuviera relación con ese nombre, como si con ello pudiera re­te­ner en su corazón y en su memoria ese primer amor de su vida, que tan honda huella iba a dejarle en el fu­turo. Y de esta forma, un día se sorprendió a sí mismo com­prando un disco de Sylvie Vartan, y otro buscando entre sus amigos y conocidos alguien que tuviera gra­bada en video la película Viri­diana, sólo porque en ella ac­tua­ba una actriz me­xi­cana llamada Silvia Pinal. Y el siguiente paso fue el de sacarse el carnet de lector y recorrer una por una las múltiples bibliotecas de la ciudad en busca de libros, revistas o fotografías que tuvieran alguna relación con estas o con otras Sil­vias, para después foto­co­piar la parte que le pudiera interesar, llegando incluso a arran­­car páginas o reportajes en donde se hablara de alguna Silvia o que sim­ple­mente estu­viera firmado por alguna mujer con este nombre. Allí también des­cu­brió de­cenas de novelas y obras teatrales en las que Silvia era el nombre de al­guno de los personajes.
Era consciente de que esta extraña y repentina afición no era muy normal, pero vaya, muchas personas coleccionan otras muchas extravagancias, desde pie­dras de co­­lores hasta bolsos de piel, desde vitolas de puros hasta billetes capi­cúas, de forma que en parte se sentía orgulloso de esta ocupación tan singular que pro­curaba man­tener en secreto, pues -no sabía bien por qué- hasta el simple hecho de pronunciar la pa­la­bra Silvia en público le parecía que era como ensu­ciarlo, y si lo oía pronunciar se sentía como si le hubiesen robado su tesoro más preciado. Por tal motivo, guar­daba todos esos recortes y objetos fuera del alcance visual de su familia, bien ca­mu­flados en­tre los apuntes de la Universidad, o en los lugares más insos­pe­chados de su habi­tación.
No tardó en poseer un aceptable surtido de llaveros, azulejos, pegatinas y abalorios con ese nombre grabado de alguna manera. Y los había de cuero, de ma­­dera, de metal, de cristal, de resina, de tela y por supuesto de papel. Y cuando el espacio que ocupaba todo aquello fue demasiado para seguir oculto, nadie en su casa reparó en que de la noche a la mañana había aparecido en la estantería del pasillo una extensa discografía de Sylvie Vartan y un nutrido grupo de libros de teatro o so­bre ornitología, puesto que, en una de sus múltiples búsquedas por los rin­cones de las bibliotecas había averiguado que sylvia era también el nombre de un gé­nero de pájaros al que per­tenecían las currucas, con lo cual su campo de ac­tua­ción quedó mucho más abier­to a partir de entonces.



No había periódico o revista que cayera en sus manos sin que le echara una rápida ojeada en busca de la palabra mágica. Una extraña atracción, como un imán, le lle­vaba a reconocer en seguida las páginas en las que hablaban de alguna Silvia o en las que aparecía ese nombre por cualquier razón. Pero él necesitaba ir más allá, ne­ce­si­taba recopilar esas muchas otras Silvias anónimas y desper­di­gadas por aquí y allá.
Una noche se despertó sobresaltado, con una idea rondándole la cabeza. Era como una revelación, como si de repente se le abriera un nuevo horizonte: ¡Los cementerios! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? En los cementerios tenía que haber cientos de tumbas de mujeres que se llamasen Silvia. Bastaría con leer las inscripciones de las lá­pidas para ir encontrándolas.
Aquello fue la eclosión definitiva de un pasatiempo doméstico que hasta ese mo­mento tenía dimensiones relativamente reducidas. De modo que al día si­guiente se compró una cámara fotográfica, aunque en su vida había manejado nin­guna, pero después de todo, ya iba siendo hora de aprender. Y para practicar nada mejor que irse a patear la ciudad o incluso al campo, o al menos eso es lo que le decía a su familia cuando tenía pensado ausentarse con su cámara en ristre.
Como sabía que en los cementerios eso de ir tomando fotografías de las tum­bas po­día resultar sospechoso de alguna actividad delictiva, procuraba visi­tar­­los en los días y a las horas en que la afluencia de familiares y allegados era menor, y siempre actuando con mucha discreción. No se trataba por supuesto de recorrer todas y cada una de las tumbas, pero sí al menos las más accesibles, ha­ciendo como si leyese o tomase apuntes para algún poema o ensayo.
De esta forma fue reuniendo varios centenares de imágenes, obtenidas de pan­teones, nichos y tumbas esparcidas por cada rincón del cementerio municipal primero y más tarde de otros cementerios más pequeños que salpicaban la ciudad y las loca­lidades más cercanas.
Cada vez que tenía que viajar fuera, por turismo o cualquier otra razón, se in­for­maba acerca del emplazamiento del cementerio y allí se plantaba, cámara en mano, en busca de alguna Silvia perdida que añadir a su ya nutridísima colec­ción. Y tam­bién se estudiaba el callejero por si encontraba ese nombre en alguna plaza, calle o avenida.
Y las fue encontrando de todas las edades y con toda clase de apellidos, desde los so­fis­ticados y compuestos hasta los inevitables Garcías, López o Mar­tínez; había Silvias de ojos azules y negros, pasando por toda la gama intermedia, rubias y mo­renas, amas de casa y prostitutas, actrices y empresarias, escritoras y farmacéuticas, profe­soras de aerobic y alumnas de instituto, como aquella que un día ya lejano le dejó una herida en el alma de la que aún no se había podido res­tablecer.
Poco a poco logró ir recopilando miles de ellas, casi todas personas falle­cidas, mu­jeres casi siempre sin rostro unidas por las seis letras de su nombre. Las fotografiaba y las iba colocando en álbumes, clasificadas por alguna otra carac­te­rística, como la ini­cial del apellido, la fecha de nacimiento o de defunción o la lo­ca­lidad en donde las iba encontrando. Y para poder controlarlas a todas y poder localizar a cada una de ellas, llegado el caso, hasta empezó a ela­borar unos ín­di­ces a modo de inventario.
Tal vez por esta especie de homenaje a aquella Silvia primigenia, Ricardo no pudo o no quiso amar a otras mujeres, y pasaron los años y fue convirtiéndose en un soli­tario, dedicado a sus tareas profesionales que compaginaba con su ob­se­siva necesidad de aumentar y cuidar su colección. El hecho de vivir solo le de­jaba libertad para dis­tri­buir por su vivienda su inestimable colección, ya fuera en anaqueles expresa­mente cons­truidos para ello, o en forma de láminas que iba col­gando por las paredes aquí y allá, en especial las de las vistosas currucas. Y era algo tan suyo, que no deseaba com­par­tirlo con nadie, de modo que a ningún in­truso le estaba permitido entrar en su casa a menos que fuese absolutamente im­pres­cindible.
La humanidad evoluciona, y las nuevas tecnologías irrumpieron en la vida coti­diana de las personas, y por supuesto también en la de Ricardo. Sobre todo la llegada de Internet supuso abrir un nuevo frente de actuación de dimensiones casi infinitas. Con la barra del buscador podía no sólo acceder a listados de personas, sino también llenar de nuevos rostros sus ya nutridos archivos, con la comodidad añadida de no tener que salir de casa. En pocas semanas el número de Silvias se cua­dru­plicó, lle­gando en seguida a cifras tan apabullantes que apenas era capaz de calcular el nú­mero de las que tenía recopiladas, ni siquiera de forma apro­xi­mada.
También tenía la costumbre de mirar los buzones cada vez que entraba o sa­lía de un edificio, por si en ellos localizaba alguna Silvia, y en ese caso el teléfono móvil le era de gran utilidad porque le permitía fotografiar ese recuadro con el nombre, que luego incorporaba a sus archivos generales al llegar a casa.
En los foros, chats y direcciones de correos adoptaba siempre algún seu­dó­nimo rela­cionado con el nombre mágico y de significado tan especial para él, y hasta pensó en hacer una página web que versara sobre todas las Silvias más o menos famosas que en el mundo han sido, pero finalmente optó por guardarse para sí todo lo que sa­bía acerca de ellas y por supuesto su ingente colección de nombres, rostros y recuerdos diversos.
Una tarde lluviosa, mientras se dirigía hacia una boca de metro a la salida del tra­bajo, unos ojos oscuros que venían de frente llamaron su atención. No podía ser. Esos ojos, esa mirada… los conocía demasiado bien, los tenía clavados en el alma desde hacía treinta y tantos años, no habían cambiado en todo aquel tiempo.
- ¿Silvia? -susurró apenas con un hilo de voz.
La mujer se volvió al escuchar su nombre.
- ¡Ricardo! ¡Dios mío, qué sorpresa!
“Se acuerda de mí”, pensó él, tratando de aparentar serenidad, aunque el co­­razón ya le había dado dos vueltas de campana.
Le estampó dos sonoros besos, curiosamente los primeros que recibía de ella, que lle­gaban con varias décadas de retraso. Y en seguida se dieron cuenta de que se es­ta­ban empapando y entraron al café más próximo.
- Qué joven estás, niña. No has cambiado nada.
- Oye, ¿qué es de tu vida? -preguntó ella.
- No, cuéntame tú -le indicó Ricardo-. Mi vida no tiene nada interesante.
Silvia empezó a hablar, a informarle de que se había casado y tenido dos hijos, de que ahora estaba separada, que era directora adjunta en una agencia de viajes y no sé cuantas cosas más, pero Ricardo no era capaz de prestar atención, tal era el grado de excitación en que se hallaba. Si esa mujer supiera que siempre lle­vaba en la car­te­ra aquel trozo de servilleta de papel en la que una muchacha ado­les­cente -la misma que ahora, sentada frente a él, rondaba el medio siglo- ha­bía escrito su nom­bre, allá por su época de estudiante... Él hubiera querido de­cirle que jamás había de­jado de pensar en ella en aquellos treinta y seis años, cua­tro meses y catorce días, y contarle que toda su existencia giraba de alguna manera en torno a su nombre y a su re­cuerdo, pero temía ser rechazado una vez más. No podía hacer otra cosa que ca­llarse y disfrutar aquel breve parén­tesis de felicidad, aquel oasis en medio del desierto de su noche constante.
Intercambiaron teléfonos con la vaga promesa de llamarse cualquier día de estos y quedar para tomar algo con más tranquilidad. En la calle había dejado de llover, aun­que las aceras estaban aún encharcadas y brillantes y en el cielo relucía la luna llena. Silvia cogió un taxi y se ofreció a acercarlo hasta su casa, que le pillaba de ca­mino, pero Ricardo se excusó no fuera a ser que ella decidiera subir al apartamento y descubriera todas aquellas otras Silvias que abarrotaban las pa­re­des y las estan­terías y se viera forzado a explicar cómo había llenado su tiempo libre en ese lapsus de casi cuatro décadas.
Decidió regresar caminando, con las manos en los bolsillos y con las meji­llas aún ar­diendo a causa de los dos nuevos besos que Silvia le había regalado an­tes de perderse entre el tráfico, seguramente para siempre. Ricardo tuvo tiempo de pensar, de recor­dar aquellos tiempos lejanos en los que aún tenía las manos llenas de proyectos e ilu­siones. Con las yemas de los dedos acariciaba el trozo de papel donde minutos antes ella había anotado el número de su teléfono móvil. Una especie de vergüenza se apo­deró de él, una sensación de haber desperdiciado su existencia tratando de buscar una quimera, de alcanzar un fantasma que, cuando por fin se había materializado, había sido para dejar al descubierto sus miserias.
Al llegar al portal, hizo una bolita con el trozo de papel que le quemaba el bolsillo y la arrojó a una alcantarilla. Minutos más tarde, cuando los bomberos se personaron en el inmueble, encontraron un ordenador despanzurrado en la acera y una columna de humo proveniente del interior del apartamento de Ricardo.
© Juan Ballester

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo tube la misma experiencia, conoci mas de 46 Silvias en un año, mientras hacia un viaje a España e Italia.