Existen tantas formas de estar sin hacer nada…
La mas obvia es tenderse en una cama
y mirar hacia el techo, hacia la lámpara,
observar las paredes, cada vez menos blancas,
los muebles, las esquinas llenas de telarañas,
y encender un pitillo, y que la brasa
vaya llenando el aire de nubecillas blandas.
Y quedarse dormido encima de las sábanas,
y no pensar siquiera que no es fin de semana,
que también hoy trabajas,
que hoy también hay que echarse la pereza a la espalda
en lugar de quedarse cobardemente en casa,
y no pensar siquiera qué le dirás mañana
a tu jefe, indignado, cuando note tu falta,
y no pensar tampoco en la gente sensata
que madruga a diario y se levanta
y se ducha y se pone la camisa y corbata
y desayuna leche con tostadas
y se mete de lleno en el atasco y traga
empujones y aprietos de sardinas en lata,
y semáforos rojos con sus guardias
para ganarse un pan que tú no ganas.
Cuántas formas existen, cuántas, cuántas,
de llenar esas horas en que el sueño te llama
y el pecado te tienta y la incuria te habla.
Algunas son sencillas y trilladas,
fáciles, casi obvias, y baratas…
Por ejemplo, mirar por la ventana,
ver ese cielo inmenso mientras la mente vaga,
seguir a las palomas, a las aves que cantan,
hacer un crucigrama,
tomar un poco el fresco en la terraza,
ojear las revistas, ir pasando sus páginas
hasta que en los relojes den las tantas
y sentir de repente picor en las entrañas,
una especie de culpa por tu falta,
y cambiar de postura y echar un trago de agua
y darle otro mordisco a la manzana.
Y luego hay otras formas raras, sofisticadas
que puedes practicar sin sonrojo en tu cara:
contar los edificios, el número de plantas,
calcular las viviendas, observar las fachadas,
las persianas subidas y bajadas,
espiar autobuses, ver el tiempo que tardan,
o concentrar la vista en las paradas,
anotando en un folio cuántos suben o bajan;
o fijarse en las sillas de tu propia morada,
las anchas, las estrechas, las bajitas o altas,
con hilo imaginario ir juntando sus patas,
o coger un buen libro, el más grueso que haya
y comprobar que no le faltan páginas,
o sacar de un cajón una baraja
y pasarse las horas entremezclando cartas.
Cuántas formas distintas de la holganza,
en esas tardes aburridas, largas
cargadas de legañas
en donde sólo queda desconectar el alma
y tenderse en la hamaca
e imaginar figuras monstruosas, deformadas
con las nubes que pasan.
Infinitas, variadas
formas de la vagancia.
© Juan Ballester
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