Qué fácil es pensar si me habré vuelto loco,
negar el corazón, decir que es imposible,
moverse por parámetros de lógica y cordura,
con ese afán humano de encasillarlo todo.
Qué fácil el diagnóstico, dictar una sentencia,
olvidarse que somos algo más que unas máquinas,
que las cosas suceden, que no todo está escrito,
que hasta entre las finanzas danzan las mariposas.
Qué fácil dar consejos, opinar de lo ajeno,
llamarle al pan el pan y al vino llamar vino,
que dos y dos sean cuatro, que tres por tres sean nueve,
que entre el blanco y el negro no haya término medio.
Qué fácil es decir que perdí la cabeza,
que fue fiebre tal vez, que quizás fue resaca,
que me faltan tornillos o que fumé algo raro,
que quién lo hubiera dicho, con este aspecto tímido.
Qué fácil poner fin, renunciar a esta suerte,
decir adiós al ángel que avisté en la distancia,
como si todo fuera como los avestruces:
agachar la cabeza y esperar a que escampe.
Qué fácil en cualquiera, pero qué cruel en mí,
en mí, que soy distinto, que recorro otras sendas,
que me rebosan versos por los cuatro costados,
y cada nuevo día desaprendo algo viejo.
Qué fácil, qué difícil, callar o abrir la boca,
enseñando las cartas o sufriendo en silencio;
qué fácil recorrido viajar con la corriente,
qué ingrato hacerlo en contra, a la vista de todos.
Qué fácil es pensar que el tiempo y la distancia
acabarán poniendo cada cosa en su sitio,
porque entonces, ¿en dónde quedarán estos versos,
estos trozos del alma que me arrancaste un día?
© Juan Ballester
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