martes, 23 de junio de 2009

El abuelo

- Vamos, abuelo.
Sí, hija, ya casi estoy.
Cierra el pequeño maletín en el que ha metido lo más imprescindible. Da una última mirada a su habitación, a sus pertenencias que no le han per­mi­tido llevar consigo, y que desaparecen de pronto de su vista al cerrarse la puerta.
- Espera, voy a despedirme de Milocha.
- Pero date prisa, que se nos va a hacer de noche.
Milocha, la perrita, se acerca hasta él moviendo el rabo y se tumba panza arriba para que Eugenio le rasque.
- Anda, chiquilla, no seas traviesa. Y pórtate bien. No le des guerra a Lupe. Ya verás qué bien te cuida mientras yo no esté.
Milocha intuye que no van a volver a verse y le entra un temblor por todo el cuerpo, acompañado de unos aullidos lastimeros.
- Venga, venga, no llores, que muy pronto estaré de vuelta.
Sale a la calle. Allí le esperan ya con el motor en marcha su hija, su yerno y las dos nietas. Él recuerda ahora los viejos tiempos en que el pueblo esta­ba sin pavimentar y se convertía en un barrizal los días de lluvia, cuan­do to­davía se transitaba en mula y había un coche de línea que les comu­nicaba con la ciudad una vez al día.
Cierran la casa con llave. Dentro resuenan los ladridos de protesta del animalito.
Lupe, la vecina, está asomada a su balcón cuando el vehículo arran­ca. Les dice adiós con la mano, hasta que desaparecen detrás de la ermita. Escucha los alaridos de Milocha, que está arañando la puerta con sus pati­tas. Lo mejor será que baje a abrirla porque de lo contrario se va a volver loca la pobrecita.

Eugenio ve desfilar ante sus ojos esos campos amarillentos, que tantas veces ha recorrido con su arado, esas lomas que le han proporciona­do tantos paseos, esos nogales que en más de una ocasión le han servido para echar una cabezada a la sombra, durante las calurosas tardes de estío... Trata de empaparse de todos esos lugares en los que ha permane­cido casi sin interrupción durante más de ochenta años, intenta retenerlos en su mente, como si fuera en una fotografía. Pero no dice nada, todos en el coche van en silencio. Solamente de cuando en cuando, alguna de las pe­queñas, atentas a la ventanilla, hace un comentario acerca de un pájaro raro que han visto o de un arbolillo que se recorta allá en el horizonte.
Está anocheciendo, muy pronto caerán las sombras sobre esos cam­pos que, aunque Eugenio aún no lo sabe, no volverá a ver nunca más.

Llegan a casa de su hija ya de noche. Está muy cansado y sólo toma un vaso de leche. Le han preparado una habitación pequeña, con una venta­na al patio. No cabe más que la cama, que por cierto hace mucho ruido y le resulta incómoda, posiblemente por no estar acostumbrado a ella. Echa de menos el sonido de los grillos y la luz de las estrellas y el olor a campo y la compañía de su perrita. Desde que enviudó, hacía ya tres años, era el único ser de este mundo que le quería, pero ellos no le habían dejado traerla, decían que no tenían sitio y que no estaba acostumbrada a vivir en una casa. Entre unas cosas y otras, Eugenio no consigue pegar ojo, hasta casi las cuatro de la madrugada.

A la mañana siguiente puede ver su nuevo cuarto con más detalle. Es un lugar triste y sin luz. Siente deseos de protestar, pero no se atreve. Menos mal que es un alojamiento provisional, mientras duren las obras en la casa del pueblo. Según le han dicho, será cosa de un par de meses, como mucho. Pero va a echar de menos sus paseos por la mañana y sus charlas con los amigos sentados en el poyete de piedra, junto a la fuente de la plaza.


Lo peor de ese primer día es el aburrimiento. Cada cual se ha mar­chado a sus obligaciones: las niñas, al colegio; y sus padres a trabajar. Se sienta detrás de los cristales del cuarto de estar, desde donde puede ver un trozo de calle con árboles y un edificio de cinco o seis plantas al frente. Allí todo es prisa, incomunicación y ruido, mucho ruido. Eugenio, con la mirada per­dida en la lejanía, busca en su bolsillo el paquete de tabaco y lía un cigarri­llo. Sobre la mesita hay un cenicero, y a su lado la guía de teléfonos que al­guien se ha dejado abierta.
Recuerda con nostalgia a su Antolina. Sobre todo sus ojos, sus grandes ojos verdes. Apenas conserva dos fotografías de ella, que siempre lleva con­sigo: una tomada el día de su boda, sobre una explanada de césped, con la ermita del pueblo al fondo, y la otra de un par de años más tarde, sujetando a la niña en brazos, en un mirador al borde del mar, y cayéndole el pelo en cascada por la espalda... Si ella viviera todavía, todo hubiera sido distinto, no se habrían marchado del pueblo. Ni siquiera se hubieran atre­vido a hacer la obra, pero claro, desde que enviudó todo habían sido inten­tos para convencerle de que no podía vivir solo en aquel lugar, o lo que es igual, que se fuese a morir a otro lado. Y como él no quería irse del pueblo, pues había estado allí toda su vida, habían adoptado la táctica del silencio y del aisla­miento, hasta que por fin había accedido a irse a vivir a la ciudad, siquiera fuera una temporada.
A media mañana llaman al teléfono. Eugenio no sabe si debe cogerlo, no le han dado instruccio­nes al respecto, pero al final piensa que es mejor aten­der la llamada, por si acaso es su propia hija, para saber qué tal le va.
- Dígame ...
Al otro lado del hilo telefónico suena la voz de una joven que dice ser de una residencia de ancianos. Llama para confirmar la plaza que le han soli­citado la semana anterior. Eugenio cuelga lentamente el aparato y se queda inmóvil, como muerto, pensando en lo que acaba de escuchar. De su mejilla cae, lenta­mente, una lágrima.
Media hora más tarde la hija le sorprende al salir del portal. El hombre lle­va en la mano la maleta con sus cosas, como si se marchara de viaje.
- Pero, ¿a dónde pensaba marcharse, padre? -le pregunta, mientras le con­duce de nuevo hacia el piso.
- Al pueblo. Estoy mejor allí. No quiero ser un estorbo para nadie.
- No diga disparates. Anda, que si no llego a salir antes del trabajo, sabe Dios lo que le hubiera podido pasar. Mire, como en nuestra casa no tene­mos mucho sitio, le hemos buscado una residencia en donde estará usted muy bien atendido. Nosotros iremos a visitarle los fines de semana. No le faltará de nada.
Eugenio no quiere ir a un asilo. No necesita trabar amistad con viejos acha­cosos ni limitar su mundo a una habitación, un comedor y un trozo de jardín. Él puede todavía valerse por sí mismo, darse sus paseos por el monte, salir a coger un poco de leña, y comer y cenar a la hora que le ape­tezca, como ha estado haciendo en los últimos años. No quiere que nadie se entrometa en su intimidad, ni que le traten como a un inútil.
Pero no se atreve a decir nada. Está demasiado afectado, demasiado de­si­lusionado como para oponer resistencia. Se hubiera conformado con un poco de cariño, con ser tratado con dignidad, pero al parecer se le con­si­dera un mueble viejo que hay que quitar de en medio cuanto antes. ¡Y por parte de su propia familia!

Dos días después ingresa en una residencia situada a las afueras de la ciudad. No ha preguntado de dónde va a salir el dinero para su manuten­ción, pero es fácil adivinarlo sabiendo que, desde hace tiempo, su hija y su yerno manejan los ahorrillos que todavía le quedan y la pequeña pensión que cobra.
El trato que recibe no es el que él hubiera deseado, pero las empleadas tienen que atender a muchos otros ancianos y han de repartir su tiempo en­tre todos. Lo más decepcionante, sin embargo, no es que le con­sideren un inválido, sino la desgana con que le atienden y la ausencia de un clima familiar. Por lo demás, Eugenio es una persona afable y cordial y no le cuesta entablar conversación con los otros inquilinos de la residencia.
Pasan los días y las visitas de su hija y de sus nietas son cada vez más escasas. La primera semana vienen tres veces, pero la segunda ya no apare­cen por allí ni le llaman por teléfono. Creerán que ya han hecho bas­tante por él.

Una mañana, aproximadamente a finales de la tercera semana de estancia allí, Eugenio sale a dar su paseo matinal por el pequeño jardincillo. A lo lejos, en dirección a la carretera general, oye el ladrido de un perro, un perro pequeño de color canela que se dirige hacia él.
- Diablo de criatura ... -comenta para sí- ¡Eh, Milocha! -le grita- ¡Estoy aquí!
La pequeña Milocha, que ha realizado un largo y fatigoso viaje guiándose únicamente por su instinto, llega hasta él lloriqueando y, como en los viejos tiempos, se tumba panza arriba mientras se deja acariciar por la mano de su dueño. No se la van a dejar tener en su habitación, pero de mo­mento no le preocupa. Sólo sabe que de repente se le han llenado los ojos de lágrimas...

© Juan Ballester

1 comentario:

juan ballester dijo...

Lo escribí en junio de 1997, y creo que se publicó a finales de aquel mismo año.