lunes, 17 de agosto de 2009

Realidad virtual

Durante la sobremesa, mientras las madres abrían los regalos, alguien propuso que fuéramos al parque de atracciones con los niños. El tiempo había mejorado durante la última semana de abril, y los días ya eran lo suficientemente largos como para que no se nos hiciese de noche allí dentro.
Confieso que no había vuelto al parque de atracciones desde mi más tierna infancia, y de hecho no hubiera sabido llegar allí de no ser porque nos acompañaba mi hermano. Sacamos unos vales que permiten utilizar todas las atracciones cuantas veces se quiera, aunque yo no estaba dispuesto a arriesgar mi integridad física en esos monstruosos artefactos que te elevan y te dejan suspendido en el vacío boca abajo; prefería sensaciones más tranquilas, más acordes con mis cuarenta años. Visitamos la Casa del Terror, un lugar bastante desangelado en el que sólo cuatro histéricas se asustarían con las previsibles apariciones de personas disfrazadas de esqueleto, jorobado, destripador, momia y cosas por el estilo.
Mis sobrinos tenían mucho interés en montar en uno de esos infernales aparatos que provocan el vómito y el mareo, de modo que les dejé en la cola con mi esposa y mis cuñados, y decidí darme una vuelta por mi cuenta y reunirnos más tarde en la glorieta principal. Mi idea era dar un paseo, recorrer aquella inacabable extensión repleta de gente y observar el funcionamiento de las distintas atracciones.
En uno de los límites del parque encontré una serie de cabinas circundadas por una hilera de luces de diferentes colores. En proporción el lugar estaba menos abarrotado que otras zonas más céntricas, y casi no había cola para entrar. Me llamó la atención un cartel relativamente visible en donde se explicaba en qué consistía aquella diversión. Se trataba de conocer sensaciones fuertes sin moverse del asiento, pero sin riesgo de accidentes ni de fallos mecánicos. Yo había oído hablar antes de la realidad virtual, y me pareció interesante probar hasta qué punto puede uno sentir que cae con paracaídas o que es perseguido por un oso.
Al parecer aquella atracción no estaba incluida en el precio de la entrada, de forma que tuve que pagar para poder probarlo. Apenas crucé por el torniquete y elegí una cabina libre, se me arrimó un empleado para ayudarme a colocar correctamente el cinturón de seguridad, el protector de amianto y el casco para la cabeza. Me pareció llevar el asunto demasiado lejos, pero le seguí la corriente y accedí a ataviarme con tan extraño atuendo.
Me senté en un habitáculo no muy cómodo, en cuya parte frontal se distribuían una serie de botones y palancas. Era un simulador de pilotaje. Cada uno de los botones de la izquierda representaba el nombre de un circuito de automovilismo, y el operario me dijo que podía elegir el que quisiera. Pulsé al azar uno que decía "Imola", y aquel invento se puso en funcionamiento. A mi alrededor las cuatro paredes de cristal que constituían el reducido cubículo se llenaron de repente de imágenes: pude ver a los mecánicos que ultimaban los detalles, a un público enfervorizado, al director de carrera encaramado a un pedestal enarbolando su bandera, y delante mío podía percibir la parte trasera de otro bólido. Alguien me estaba dando instrucciones en ese momento, aunque apenas podía oírle. Hacía mucho calor allí dentro, me hubiera gustado poder quitarme el casco, pero no podía moverme. Sentí un rugido ensordecedor cuando el semáforo se puso verde, y sin saber muy bien cómo me lancé hacia la pista, siguiendo la estela del coche rojo. Cuando miré el cuentakilómetros descubrí con sorpresa que circulaba a más de doscientos por hora. Era fascinante, era como si de verdad estuviera participando en una carrera de Fórmula I.
Me preguntaba cuánto rato durarían las quinientas pesetas que había tenido que dejar en taquilla, mientras iba de sobresalto en sobresalto viendo la velocidad con que tomaba las curvas. De nada servía apretar el freno postizo, o reducir la marcha con la palanca de cambios, la sensación de vértigo era cada vez mayor. Noté que a mi paso una parte del público agitaba sus banderas verdes y amarillas para darme ánimo. Al pasar por la recta de tribunas alguien me mostró un cartelito en donde decía que la diferencia de Senna con Schumacher, que iba por delante, era de 23 segundos, y comprendí que yo viajaba en el coche de Ayrton Senna.
Había que forzar la máquina si quería recortar esa distancia. Y en efecto, el monoplaza empezó a moverse más rápido si cabe. Mi cabeza empezaba a sentir un extraño hormigueo, producto de la aceleración, y sudaba por todo el cuerpo. Hice un par de adelantamientos escalofriantes a pilotos con vuelta perdida, y en uno de ellos estuve a punto de salirme al arcén. En el siguiente paso por meta me informaron que ahora la desventaja era sólo de 18 segundos. Aunque el ruido del motor me impedía oír nada, me pareció entender que por megafonía anunciaban mi vuelta rápida.


Apenas tuve tiempo de darme cuenta cuando el coche se salió de la pista. Fue una fracción de segundo, lo suficiente para comprender que rodaba por la arena directo hacia el paredón de cemento. Después, nada, el silencio más absoluto, la oscuridad a mi alrededor, la sensación de salir de la cabina flaqueándome las piernas a causa del esfuerzo físico realizado y de la tensión emocional, el deambular entre la gente sin comprender muy bien lo sucedido, aturdido ante lo que parecía ser una pesadilla.
Mis pies me llevaron hacia una amplia plazoleta. De inmediato me abordaron dos niños, colgándose materialmente de mis brazos, y en seguida se me acercaron sus padres. Debían confundirme con otra persona, pero estaba demasiado confuso como para intentar sacarles de su error. Comentaban lo bien que lo estaban pasando, y se empeñaron en que les acompañase hacia la noria. No opuse resistencia, en realidad estaba tratando de comprender qué hacía yo en aquel estúpido parque de atracciones, quién era aquella mujer que me cogía de la mano, dónde estaban mis mecánicos, mi coche, mis compañeros. A mi lado pasó un grupo de jóvenes con una pequeña radio, y me quedé petrificado cuando escuché la noticia del trágico accidente en el circuito de San Marino, que al parecer había ocasionado la muerte de Ayrton Senna, mi propia muerte.

© Juan Ballester

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Vaya! Me ha impresionado como desde lo que parecía un inocente día de parque nos vas llevando, suavemente al principio, hacía ese final tan sorprendente y angustioso.
Me encantó el ritmo que le diste a la palabra. El final se lee tan rápido como Ayrton Senna.

Gracias y besos,
María José

Felisa Moreno dijo...

Muy bueno el final. Tus relatos siempre me sorprenden gratamente.

Un beso