martes, 17 de noviembre de 2009

Sebastián ha vuelto a llamar

Sebastián ha vuelto a llamar. Ya casi me había olvidado de él, de su desa­gradable tono de voz y sus ademanes autoritarios. Incluso tenía el con­ven­cimiento de que no volvería a importunarme, pero en cambio hoy me ha telefoneado de nuevo.

Recuerdo ahora la tarde en que nos conocimos, una tarde envuelta en tristeza, empapada en lluvia de noviembre. Yo me había refugiado en unos soportales viendo caer el agua, viendo cómo me salpicaba los zapatos, cómo las gotas rebotadas impactaban suavemente en mis piernas sin me­dias, con aquel paquete envuelto en papel de colores que yo aferraba contra mi pecho para evitar que se mojara.
Realmente el café con su rótulo luminoso estaba sólo a unos cuantos pa­sos de dis­tancia, y allí me pareció que podría sentirme confortable y fumar un cigarrillo tran­quila. Crucé la estrecha callejuela a toda velocidad, con la tor­peza que imponían mis zapatos de tacón excesivamente altos y la falda estrecha que limitaba mi capacidad locomotriz. Iba casi a ciegas, con la cabeza hacia abajo y las manos aferradas en torno a la abertura del abri­go, en donde estaba oculto el regalo que acababa de comprar.
Tomé asiento en el casi único hueco disponible del local, compartien­do mesa con una pareja de estudiantes enfrascados en un problema de química o algo parecido, y que habían desparramado sus apuntes por la mesa. Al llegar yo, pusieron un poco de orden para dejarme espacio libre, y al pasar el camarero le pedí un café con leche.
A través del ventanal empañado apenas podía distinguir el exterior, esa noche que lo invade todo en las tardes de otoño. De cuando en cuando distinguía los faros de un vehículo o la borrosa silueta de los viandantes que cruzaban raudos bajo el aguacero. Inconscientemente escribí con mi dedo un nombre sobre el cristal, y, como si fuera una colegiala pillada en falta, lo borré rápidamente con la palma de la mano, produciendo un hueco de claridad en el ventanal que me permitía ver mejor la escasa actividad que tenía lugar en el exterior.



Abrí el bolso y encontré el libro que últimamente estaba leyendo. Lo abrí al azar, como un aventurero que se adentra en selvas de misterio y fascina­ción, y leí un breve poema titulado "Tus ojos". Ya lo conocía de otras veces, pero en cada reencuentro con esos versos descubría un océa­no de nuevas sensaciones. Me gustaba paladearlos despacio, releyendo cada ren­glón, analizando cada palabra desafiante y hermética. Luego, aban­donando esos parajes fascinantes, elegí otra página y mis ojos ate­rrizaron en otro paraíso de rimas elegantes que describían escenas de amor sin límite.
Podía estar así durante horas, disfrutando uno a uno del casi centenar de poemas salidos de la pluma de aquel autor casi desconocido. Podía invertir la tarde entera si era preciso sin agotar el caudal de sensaciones que sus versos me transmitían. No importaba que hubiera mucho ruido a mi alrede­dor, o que la estancia estuviese mal iluminada; no importaba que la gente me pudiese tildar de cursi o de bicho raro. Para mí, había pocos placeres com­parables al de disfrutar con ese poemario recu­bierto de tapas de color amarillo.
Fue entonces cuando los estudiantes de química recogieron sus bár­tulos y dejaron libres sus asientos. Yo me sentí un poco aliviada, porque antes habían estado tratando de husmear en mi lectura, de penetrar en mi intimi­dad, de ensuciar con sus ojos las páginas de mi libro predilecto. Yo lo guar­daba como una madre celosa, como un tesoro que no estaba dispuesta a compartir con extraños, e incluso podía sen­tir a menudo que el libro se des­pe­rezaba en mis manos al saberse a salvo de tes­tigos indiscretos. En cierta forma, el libro tenía una especie de vida propia, sabía cuándo había que es­tar alerta y cuándo podía mostrarme todo su esplendor sin re­servas, cuándo era mejor permanecer oculto en las profundidades de mi bolso o cuándo era conveniente salir a respirar aire fresco. Incluso al abrirlo yo al azar era él quien decidía qué página resultaba la más adecuada para la ocasión según mi es­tado de ánimo.

Sebastián ha vuelto a llamar, a rogarme que nos veamos de nuevo, que le con­ceda otra oportunidad; ha vuelto a desplegar esa sarta de mentiras a la que me tiene acostumbrada.

Unos cuantos latidos de corazón más tarde apareció él, con una cerveza en la mano y una sonrisa amplia. Tenía un aire de suficiencia que no acaba­ba de gustarme, y me miró fijamente desde el fondo de sus ojos oscuros. Mi reacción inmediata fue cerrar el libro, como movida por un re­sorte, para evitar que se pusiera a hacerme preguntas estúpidas acerca de mis gustos literarios, o quizá para preservar el secreto que me unía al autor de esos ver­sos. Debí ponerme nerviosa porque, aunque traté de camuflarlo rápida­mente en el interior de mi bolso, se enganchó en el cierre y se quedó pren­dido en el vacío, en equilibrio, en un terreno de nadie.
El hombre se sentó en frente mío, mirando hacia cualquier parte pero en realidad mirándome a mí con disimulo. No podía negar que se trataba de un ligón, bien trajeado y pulcramente afeitado, con plena confianza en sus mé­todos de abordaje, y aunque pude haberme levantado, en la calle seguía lloviznando y no tenía en realidad nada mejor que hacer hasta la noche. Yo había apurado mi consumición, pero el lugar resultaba acogedor y conforta­ble. Me dije que lo mejor sería seguir como si tal cosa, ignorando la presen­cia del recién llegado. Noté además en las páginas de mi libro una cierta ten­dencia a desplegarse delante de aquel desconocido, como si lo aceptara, como si le diera de alguna forma el visto bueno. De forma que lo tomé de nuevo entre mis manos y encontré en la página catorce uno de mis poemas favoritos, el que co­mien­za: "Hoy te envuelvo en mis sueños como arrullo los pétalos ..."
Noté que él desviaba imperceptiblemente la mirada hacia el libro, aun­que desde su ubicación era imposible que pudiera distinguir su conte­nido. Yo traté de dejar una mínima abertura, pero era como si luchara con­tra esas páginas rebeldes que sorprendentemente trataban de abrirse.
Levanté los ojos y me desarmó su amplia sonrisa. Ahora parecía un buen hombre, agradable y culto, y aunque estaba pendiente de mí, tampoco me agobiaba ni se ponía pesado. Era como si pudiese esperar pacientemen­te, como si estuviera dispuesto a poner en marcha toda la máquina de la seduc­ción. Pero lo que más confianza me dio fue que el libro, como digo, también me impul­saba hacia él.
Muy pronto se inició una tímida conversación a base de preguntas rutinarias y respuestas en monosílabos. Supe que se llamaba Sebastián Almeida, que era agente de seguros y que vivía a pocas manzanas del lugar en que nos encontrábamos. No parecía muy entusiasmado por la poesía; de hecho confesó tener muy poco tiempo para la lectura. Se ve que era un tipo práctico, de esos que sólo viven para ganar dinero. Obviamente le interesaba yo, estaba muy solo des­de el fracaso de su anterior matrimonio y tal vez pretendía recomenzar de nuevo, o quien sabe si buscaba únicamente una aventura pasajera.
A pesar de su aspecto agradable, no me apetecía entrar en relación con alguien de apariencia tan materialista y que exhibía una sonrisa estúpida cada vez que le mencionaba a Yeats o a Alfonsina Storni. Esas cosas no en­traban en su mundo, y hubiera sido una traición por mi parte arrinconar en ese momento a Alberto, el autor de mis versos favoritos, para en cambio centrar mi atención en aquel sujeto.
Me levanté y pagué la cuenta. Salí del local sin volverme siquiera, mientras ocultaba el libro en el bolso. Ahora llovía menos, y sin pararme a comprobar si me seguía, alcancé un autobús al azar, rumbo a ninguna parte.

Sebastián ha vuelto a llamar. Me llama a cada instante, a cualquier hora, y apenas distingo que es él, cuelgo el auricular.

Volví a encontrarlo un par de semanas más tarde, en la cola de un hiper­mercado. A veces pienso que hubo algo más que casualidad en todo eso, como si un imán misterioso o un hilo invisible se estuviera encargando de acercarnos, de unir nuestros destinos.
No pude esquivarle; no me apetecía hablar con él, pero cuando le descu­brí ya era tarde. Él en seguida me reconoció y me obsequió con una de esas amplias sonrisas tan características. Hablamos de cosas intras­cen­dentes, de temas convencionales, y me invitó a llevarme a casa en lugar de tomar un taxi como solía hacer. No pude negarme esta vez, él mismo colo­có las bol­sas en el maletero de su coche.
- Vivo en ... -pero le di una dirección falsa, para evitar que se pusiera a espiarme o a seguirme. No quería complicaciones con extraños.
Noté que el libro palpitaba en el interior de mi bolso. De alguna forma, también él había reconocido a Sebastián y luchaba por abrirse paso hacia afuera. Yo me preguntaba qué tendría ese hombre tan superficial para provocar un fenó­meno semejante. Y fue él, Sebastián, el que precisamente me preguntó si es­taba leyendo todavía el volumen de versos.
Hubiera preferido no hablar de eso, mantener intacta esa faceta de mi in­timidad, ese universo propio que hasta entonces no había querido com­partir con nadie, pero una irresistible fuerza interior me llevaba a romper esa nor­ma básica. Contesté con evasivas a sus preguntas, como para no darle im­portancia, a ver si por fin cambiaba de tema. Pero él insistía en interro­garme acerca de mis preferencias literarias. ¿No había mostrado la otra vez una to­tal indiferencia por la poesía? Pues ahora se comportaba como si de la no­che a la mañana hubiera modificado sus hábitos, como si se hubiera puesto al día empapándose de conocimientos como un vulgar ratón de biblioteca. Sea como fuere, lo cierto es que allí estábamos, rodando por las calles, ha­blando de Dylan Thomas y de Pasternak, mientras que mi libro se revolvía de gusto en el interior de mi bolso.
Aquella noche cenamos juntos y más tarde fuimos a un hotel. La verdad es que íbamos bastante bebidos por culpa de la botella de vino de la cena que Sebastián se empeñó en que debíamos terminar, y por si fuera poco, que si un whisky por aquí y un cubata por allá. En fin, lo de siempre, ya se sabe.

Sebastián ha vuelto a llamar. Me insiste con sus mentiras, con sus zala­merías verbales tratando de lograr sus objetivos. Pero ya no quiero saber más de él.

Así fue como iniciamos una relación más o menos estable y al mismo tiempo esporádica. Nos veíamos sin horario fijo, siempre en su aparta­men­to, porque allí era más discreto. Bastaba un telefonazo a cualquier hora del día para que de inmediato fuese a caer en brazos de mi amante. Bien es cierto que a mí no me agradaba del todo esa espiral en la que parecía estar sumiéndome, sentía algo desconcertante en su comportamiento: lo mismo se mostraba un ser delicado y amable que un tipo grosero y sin modales. Y en especial me disgustaban sus constantes cambios de humor. Pero le que­ría a pesar de todo. Y mi libro de versos también, también le quería.
Hasta que una tarde se produjo una especie de milagro, una coin­ci­dencia asombrosa. Él estaba en la cocina preparando algo de comer, de forma que me había quedado sola en el dormitorio. Me puse el camisón y salí al salón a buscar un paquete de cigarrillos. Sin poderlo evitar, empecé a echar un vistazo a las estanterías, que es una de las cosas que más me han fascinado desde que era una niña. En su apartamento abundaban los ador­nos de por­celana y las láminas de pájaros dibujadas por artistas del siglo diecinue­ve, pero también encontré una buena cantidad de libros. A base de repetirlo, he aprendido a distinguir a las personas en función del tamaño y características de su biblioteca. Y allí había un poco de todo, desde una co­lección sobre téc­nicas de desarrollo personal, hasta los inevitables ma­nuales sobre segu­ros y legislación mercantil; pero lo que más me interesó fue una pequeña sección de libros de versos, de los que Sebastián hasta en­tonces no me ha­bía hablado y que no había tenido tiempo de examinar con detenimiento durante mis visitas anteriores.
He dicho que se produjo una especie de milagro, y es que, ocul­to detrás dos gruesos volúmenes de poesía norteamericana contemporánea, hallé un ejemplar igual al que yo siempre lle­vaba en el bolso. Y para mayor asombro, luego de extraerlo con sumo cui­dado, descubrí que estaba firmado en la primera página por el propio Al­berto Echeverría. ¡Era increíble! Me había estado mintiendo todo ese tiempo diciéndome que no había oído hablar nunca de él y resulta que hasta le había visto en persona.
Me puse furiosa, porque no me gusta que nadie se burle de mí. Y volví a colocarlo en su sitio deprisa y co­rriendo porque oí los pasos de Sebastián acercándose por el pasillo. De momento no dije nada; tiempo tendría para averiguar por qué me lo había ocultado.

Sebastián ha vuelto a llamar, suplicándome como un niño que vaya a su apartamento o que quedemos citados en el lugar que yo prefiera, que olvide cuanto ha sucedido, que no le deje con su angustia recomiéndole las entra­ñas.

Nuestra relación se prolongó aún por un tiempo. El sorprendente descu­brimiento no fue lo bastante trascendente como para romper de golpe todo cuanto habíamos construido juntos, pero sí vino a enturbiar un poco más la situación. Para bien o para mal, él era uno de los trescientos privi­legiados que en este mundo poseían un ejemplar de "Perlas de tu Memoria". Segura­mente por este motivo mi libro se había comportado con tanta in­quietud en su presencia, pero no lograba comprender cómo Sebastián se mostraba tan indiferente cuando le hablaba de Alberto Echeverría o de su obra.
Una tarde -era el mes de mayo y asistíamos a una cena en homenaje a uno de sus compañeros- su cinismo llegó a un punto que se me hizo in­so­portable. Y es que no sólo puso en ridículo delante de sus amigos mi pa­sión por la poesía, sino que además blasfemó no sé qué calumnias contra el autor de mi libro favorito. Afirmar que "ese tío" era un mamarracho cons­tituía de por sí una afrenta bastante grave, pero añadir a continuación que probablemente fuese marica colmó todos los recipientes de mi pacien­cia.
Le dejé plantado en medio del restaurante, con su sonrisa irónica y su flor en la solapa, con su perfume a jazmín y su asquerosa vanidad.
Anduve durante casi una hora por las mal iluminadas aceras, dejando pasar varios taxis libres. Necesitaba tomar el aire, desprenderme de esa en­voltura viscosa que me tenía aferrada a un sujeto tan incalificable como Sebastián. Lloré, mientras apretaba contra mi pecho el lujoso bolso en cuyo interior reposaba mi inseparable volumen de versos. A la luz de una farola lo abrí, me senté en el suelo húmedo y sucio y comencé a leerlo entero, desde la primera página: "No hay candor más allá de tus pupilas ... "

No volví a verle ni a saber más de él durante tres semanas. Más concre­ta­mente hasta ayer, en que me ha telefoneado una y cien veces, y aunque dejo descolgado el aparato para no oír ese zumbido enloquecedor, todavía re­suenan en mis oídos sus últimas palabras susurradas a través del auricular, ésas que nunca debía haber pronunciado, ésas que desde un prin­cipio sos­peché, ésas que han destruido lo único que verdaderamente amaba en esta vida: "Escúchame, Carmen, yo soy Alberto, yo soy Alberto Echeve­rría".

© Juan Ballester

No hay comentarios: