lunes, 11 de mayo de 2009

Mientras la lluvia cae

Sentado tras los cristales, mientras la lluvia cae, sigo esperando no sé bien el qué, quizá que aclare, que se despejen de una vez esos inmensos nubarrones morados y tristes que duran ya meses, que cese esa lluvia que inunda la ciudad, que inunda los corazones solitarios y todo cuanto rodea mi existencia.
El único sonido que llega hasta mí es el sordo murmullo de las gotas al chocar contra los barrotes del balcón, al estrellarse contra los cristales, al precipitarse en un interminable torrente que arrastra gran cantidad de hojas, de restos de basura, de paquetes de tabaco agotados y aplastados, de bolsas de plástico, rumbo hacia la alcantarilla, hacia esa especie de reja que se lo traga todo y que queda fuera de mi campo de observación.
El resto, es decir, la casa, el trozo de calle que puedo divisar, están vacíos, mudos como un desierto, aburridos y tristes como lo son todos los anocheceres de noviembre; ni siquiera el teléfono es capaz de sonar, rígido y mudo desde tiempo inmemorial, como un adorno más en esta naturaleza muerta que es cuanto me rodea, una vida llena únicamente de recuerdos de esas tardes pasadas con Teresa, de esos años de Universidad, de tantas y tantas horas de estudio sentado en esta misma silla, frente a la misma ventana.



De cuando en cuando escucho la sirena lejana de un tren llegando a la estación, que viene de Dios sabe dónde, quizá de Francia, y puedo imaginar a los pasajeros disgustados por el aguacero que les ha sorprendido, tratando de ponerse a cubierto, de taparse con cualquier cosa, una maleta, un periódico, o con la propia gabardina que se han colocado cubriéndoles la cabeza.
Siento en mis piernas el calor del brasero, un calor confortable que invita a dormir, que me sumerge en una especie de modorra placentera, mientras imagino la salida a la calle de todos esos viajeros fastidiados que se lamentan de no haber puesto a mano el paraguas, disputándose los pocos taxis que aún quedan libres, repartiéndose cada uno hacia su lugar de destino, probablemente para no verse ya nunca más, para no volver a coincidir en esta ciudad de varios millones de cadáveres, como la definió Dámaso Alonso, o a lo mejor para coincidir otra vez pero sin saberlo, sin darse cuenta.
A ratos siento hambre, podría levantarme e ir hacia el refrigerador a comer algo, pero es tan largo el camino, es tan largo dar esos diez o doce pasos hasta la otra habitación, levantarse de ésta que es un poco celda, con sus barrotes en el balcón y todo, es tan difícil abandonar el cuarto de estar, convertirlo por unos momentos en cuarto de no estar, salir del único sitio verdaderamente mío de este mundo, con el puñado de libros leídos hasta tres y cuatro veces cada uno, con el portarretratos con la fotografía de Teresa, con el florero que contiene una única flor roja de plástico, por supuesto sin olor.
Incluso cuando los últimos rescoldos del brasero se extinguen, cuando en la calle ya sólo queda la luz de la farola, que se mete hasta la habitación en penumbra, soy incapaz de moverme de mi punto de observación, y a menudo sucede que me quedo dormido toda la noche envuelto en las faldas de la mesa camilla, mirando el retrato de Teresa, y así me sorprende el clarear del día que inicia un nuevo ciclo, quizá con algún movimiento de personas o de coches, quizá con ecos de voces amortiguados por el persistente rumor de la lluvia, esperando sólo que llegue de nuevo la tarde, el silencio interrumpido cada cuarto de hora por la sirena de un tren, que es lo único que colma la tristeza de mis setenta años en blanco.

© Juan Ballester

1 comentario:

juan ballester dijo...

Es una remodelación efectuada en 1992 de un relato similar escrito diez años antes. Me gusta si acaso por su aire triste y su tranquilidad, como si el tiempo realmente se hubiera detenido para el protagonista. Por lo demás, creo que no reúne demasiados méritos literarios.