Descendemos vertiginosamente, rumbo hacia el fondo del valle, hacia el verdadero río, y después hacia el mar. Claro que ninguna de nosotras alcanzará a ver el mar, de hecho muchas habrán muerto nada más iniciarse la avalancha, como puntos negros sobre un fondo marrón, insignificantes e inútiles.
¡Qué lejanos recuerdos fluyen a mi mente en ese instante último, en ese postrer aliento! Y sin embargo, ¡qué cercanos me parecen ahora que me precipito hacia la destrucción, hacia el laberinto sin salida!.
Nunca olvidaré el día en que me hice adulta. Me sentía terriblemente ilusionada ante el hecho de poder llevar vida normal en lugar de estar encerrada todo el día sin otra cosa que hacer salvo ser alimentada a marchas forzadas. Aunque muy pronto comprendí lo sacrificado que resulta ganarse unas migas de comida, los sudores que cuesta conseguir un sólido techo, la de responsabilidades que surgen al obligarse a velar por tus compañeras. Todas las tareas resultaban arriesgadas, llenas de peligros y sobre todo muy fatigosas Apenas teníamos tiempo para descansar unas horas, muchas veces además nos costaba conciliar el sueño, y muy pronto venía el centinela a avisarnos de que nos tocaba intervenir en alguna misión.
Una de las labores más peligrosas la constituía la caza. Nunca salíamos solas, siempre en grupos más bien numerosos, y la consigna era traerse todo aquello que pudiera servir para comer o defenderse. No se trataba de una auténtica caza sino más bien de una recolección de piezas muertas o agonizantes, o sobre todo de desperdicios de los hombres, harto frecuentes y variados estos últimos. Íbamos armadas dentro de nuestras limitadas posibilidades, y la primera regla de comportamiento era no romper la formación en fila de a uno. Nos guiaba siempre la compañera de más edad, y a la cabeza de la expedición se ubicaban las más fuertes y corpulentas. Cuántas veces había que huir en desbandada, salvarse por los pelos de morir aplastadas o de perder la orientación. En la medida de lo posible teníamos órdenes de cargar con las camaradas muertas o moribundas hasta el cuartel general, por ver si podían ser rehabilitadas o asignadas a tareas menos comprometidas. Pero de hecho la que sufría un percance podía considerarse acabada para siempre.
Otras veces éramos destinadas a vigilancia. Existían dos formas de vigilancia, la diurna y la nocturna. En la primera de ellas partíamos solas hasta una distancia prudencial y desde allí oteábamos el panorama por si divisábamos cualquier indicio de peligro. En ese caso, había que volver caminando en zigzag tan rápido como fuese posible y alertar a las compañeras para que se reforzasen las entradas al campamento. En la vigilancia nocturna, en cambio, se actuaba en patrullas y era cuando había que guardar la más estricta disciplina.
Y a pesar de todo, en cierta ocasión sufrimos un ataque enemigo. Las contrarias tenían más o menos nuestra misma fuerza, pero en cambio nos superaban en número, y sufrimos muchas bajas. Lo más terrible es que allí no se hacían prisioneros, era la vida o la muerte, y sobre todo había que evitar que se apoderaran de los aposentos reales. Estuvimos resistiendo por espacio de varias horas, pero lamentablemente todo se perdió. La masacre fue tan espantosa que aun ahora, envuelta en lodo y mientras las fuerzas me abandonan, me estremezco al recordarlo. Siempre nos han inculcado la necesidad de sacrificar nuestra propia vida en defensa de nuestros superiores, si bien es comprensible que ante la evidencia lo mejor que puede hacerse es intentar ponerse a salvo y tratar de reconstruir la comunidad en otro emplazamiento. Por ese motivo, no tuvimos más remedio que darnos a la fuga aprovechando una de las salidas ocultas, llevándonos lo poco que pudimos acopiar. Bastantes de mis compañeras se encontraban heridas; yo misma perdí una pata en la refriega, pero en esos momentos no se piensa en el dolor físico, sólo en la forma de huir lo más rápido posible.
Nos instalamos en un asentamiento natural, excavado en roca, mucho más sólido por tanto que el anterior, aunque había que acondicionarlo debidamente para lograr unas mínimas condiciones de habitabilidad. Luego de pasar revista a las diezmadas tropas, fuimos asignadas a una serie de unidades operativas. A pesar de mi relativa invalidez, me sentí orgullosa de que me incluyeran en el pelotón de exploradores, que siempre ha sido el destino de más reconocido prestigio en nuestra sociedad.
Pronto pudimos reanudar nuestra vida normal y tuvimos la despensa llena. A pesar de la tristeza por la pérdida de tantas y tan buenas compañeras, teníamos motivos más que sobrados para sentirnos felices, puesto que al fin y al cabo habíamos salvado la vida y habíamos reconstruido la comunidad.
Con frecuencia un accidente nos dejaba momentáneamente fuera de servicio. En esos casos nos llevaban a la enfermería, donde desgraciadamente muy poco podían hacer, si no era examinar el alcance de las lesiones. Y nunca te daban de baja, siempre podíamos ser útiles para algo, aunque sólo fuera para limpiar las galerías o arrastrar los alimentos hacia los pasadizos más profundos.
Y también me viene a la memoria ‑imposible olvidarlo‑ el día en que tuve mi primer encuentro con los brutos, también llamados seres humanos. De todos los males y todas las plagas que existen en el mundo, ellos son la peor, son una peste que asola sin piedad cuanto encuentra, por el mero placer de destruir. Ya había tenido referencias de sus actos por boca de las más veteranas, y sabía que debíamos alejarnos de su presencia, pero en cierta ocasión pude comprobar y ratificar que las barbaridades que de ellos se dicen son verdad, yo diría incluso que las terribles historias que corren por ahí eran benévolas en comparación con su potencial destructor.
No puede negarse que son seres inteligentes, hábiles, con recursos. Pero no es menos cierto que conocen toda clase de torturas, de maldades, de artimañas para destruirnos. Para empezar, sus gigantescas manos. Sólo la diferencia de su tamaño con el nuestro da idea de lo indefensas que estamos ante una hipotética agresión por parte de esos desconcertantes seres. Pero también su capacidad para, por ejemplo, fabricar fuego a base de rascar unos palos que luego introducen en nuestros hormigueros, o para capturarnos con dos de sus dedos y arrancarnos de cuajo las antenas. Y sin antenas, ya no somos nada, no podemos identificar objetos ni reconocer a nuestros semejantes, es como si nos emborrachasen pero peor, porque nos hacen pelear con otras hormigas de nuestro grupo, a las que somos incapaces de reconocer.
También suelen introducirnos en una caja oscura llena de lados y agitarla después por el simple placer de oírnos chocar contra las paredes, o nos hacen caminar por un palo hasta que al llegar a un extremo lo agarran por el otro y vuelven a dejarnos en el aire, o se ponen a dar zapatazos contra el suelo para aplastarnos de veinte en veinte. En fin, una serie de barbaridades tales que no tienen comparación con nada, y eso que se autodenominan reyes de la creación, civilización occidental.
Fueron precisamente los humanos quienes me hicieron perder la antena derecha. Milagrosamente me dejaron marchar después del altercado, y aunque fui recogida por mis compañeras y llevada a la sala de observación, no pudieron hacer nada por salvarme de la locura. Fui relevada de mis funciones y abandoné la comunidad con el fin de no ser una carga para nadie, puesto que era un ser a alimentar pero que no producía. Pensaban rematarme, pero les debí dar pena y me dejaron marchar.
Apenas llevaba andados una decena de metros, con mucha dificultad, medio ciega y desorientada, he sentido las primeras gotas de agua. No es la primera vez que me sorprende una tormenta y conozco cómo actuar en tales circunstancias, pero en mi lamentable estado no puedo llevarlo a la práctica. Me ahogo sin remedio, a pesar de los ímprobos esfuerzos por mantenerme a flote, por liberarme de la capa de barro, por salir de la corriente que me golpea contra las piedras o las ramas duras de los árboles, haciéndome perder el sentido y rodar y rodar y rodar hacia abajo sólo unos segundos más.
© Juan Ballester
Nunca olvidaré el día en que me hice adulta. Me sentía terriblemente ilusionada ante el hecho de poder llevar vida normal en lugar de estar encerrada todo el día sin otra cosa que hacer salvo ser alimentada a marchas forzadas. Aunque muy pronto comprendí lo sacrificado que resulta ganarse unas migas de comida, los sudores que cuesta conseguir un sólido techo, la de responsabilidades que surgen al obligarse a velar por tus compañeras. Todas las tareas resultaban arriesgadas, llenas de peligros y sobre todo muy fatigosas Apenas teníamos tiempo para descansar unas horas, muchas veces además nos costaba conciliar el sueño, y muy pronto venía el centinela a avisarnos de que nos tocaba intervenir en alguna misión.
Una de las labores más peligrosas la constituía la caza. Nunca salíamos solas, siempre en grupos más bien numerosos, y la consigna era traerse todo aquello que pudiera servir para comer o defenderse. No se trataba de una auténtica caza sino más bien de una recolección de piezas muertas o agonizantes, o sobre todo de desperdicios de los hombres, harto frecuentes y variados estos últimos. Íbamos armadas dentro de nuestras limitadas posibilidades, y la primera regla de comportamiento era no romper la formación en fila de a uno. Nos guiaba siempre la compañera de más edad, y a la cabeza de la expedición se ubicaban las más fuertes y corpulentas. Cuántas veces había que huir en desbandada, salvarse por los pelos de morir aplastadas o de perder la orientación. En la medida de lo posible teníamos órdenes de cargar con las camaradas muertas o moribundas hasta el cuartel general, por ver si podían ser rehabilitadas o asignadas a tareas menos comprometidas. Pero de hecho la que sufría un percance podía considerarse acabada para siempre.
Otras veces éramos destinadas a vigilancia. Existían dos formas de vigilancia, la diurna y la nocturna. En la primera de ellas partíamos solas hasta una distancia prudencial y desde allí oteábamos el panorama por si divisábamos cualquier indicio de peligro. En ese caso, había que volver caminando en zigzag tan rápido como fuese posible y alertar a las compañeras para que se reforzasen las entradas al campamento. En la vigilancia nocturna, en cambio, se actuaba en patrullas y era cuando había que guardar la más estricta disciplina.
Y a pesar de todo, en cierta ocasión sufrimos un ataque enemigo. Las contrarias tenían más o menos nuestra misma fuerza, pero en cambio nos superaban en número, y sufrimos muchas bajas. Lo más terrible es que allí no se hacían prisioneros, era la vida o la muerte, y sobre todo había que evitar que se apoderaran de los aposentos reales. Estuvimos resistiendo por espacio de varias horas, pero lamentablemente todo se perdió. La masacre fue tan espantosa que aun ahora, envuelta en lodo y mientras las fuerzas me abandonan, me estremezco al recordarlo. Siempre nos han inculcado la necesidad de sacrificar nuestra propia vida en defensa de nuestros superiores, si bien es comprensible que ante la evidencia lo mejor que puede hacerse es intentar ponerse a salvo y tratar de reconstruir la comunidad en otro emplazamiento. Por ese motivo, no tuvimos más remedio que darnos a la fuga aprovechando una de las salidas ocultas, llevándonos lo poco que pudimos acopiar. Bastantes de mis compañeras se encontraban heridas; yo misma perdí una pata en la refriega, pero en esos momentos no se piensa en el dolor físico, sólo en la forma de huir lo más rápido posible.
Nos instalamos en un asentamiento natural, excavado en roca, mucho más sólido por tanto que el anterior, aunque había que acondicionarlo debidamente para lograr unas mínimas condiciones de habitabilidad. Luego de pasar revista a las diezmadas tropas, fuimos asignadas a una serie de unidades operativas. A pesar de mi relativa invalidez, me sentí orgullosa de que me incluyeran en el pelotón de exploradores, que siempre ha sido el destino de más reconocido prestigio en nuestra sociedad.
Pronto pudimos reanudar nuestra vida normal y tuvimos la despensa llena. A pesar de la tristeza por la pérdida de tantas y tan buenas compañeras, teníamos motivos más que sobrados para sentirnos felices, puesto que al fin y al cabo habíamos salvado la vida y habíamos reconstruido la comunidad.
Con frecuencia un accidente nos dejaba momentáneamente fuera de servicio. En esos casos nos llevaban a la enfermería, donde desgraciadamente muy poco podían hacer, si no era examinar el alcance de las lesiones. Y nunca te daban de baja, siempre podíamos ser útiles para algo, aunque sólo fuera para limpiar las galerías o arrastrar los alimentos hacia los pasadizos más profundos.
Y también me viene a la memoria ‑imposible olvidarlo‑ el día en que tuve mi primer encuentro con los brutos, también llamados seres humanos. De todos los males y todas las plagas que existen en el mundo, ellos son la peor, son una peste que asola sin piedad cuanto encuentra, por el mero placer de destruir. Ya había tenido referencias de sus actos por boca de las más veteranas, y sabía que debíamos alejarnos de su presencia, pero en cierta ocasión pude comprobar y ratificar que las barbaridades que de ellos se dicen son verdad, yo diría incluso que las terribles historias que corren por ahí eran benévolas en comparación con su potencial destructor.
No puede negarse que son seres inteligentes, hábiles, con recursos. Pero no es menos cierto que conocen toda clase de torturas, de maldades, de artimañas para destruirnos. Para empezar, sus gigantescas manos. Sólo la diferencia de su tamaño con el nuestro da idea de lo indefensas que estamos ante una hipotética agresión por parte de esos desconcertantes seres. Pero también su capacidad para, por ejemplo, fabricar fuego a base de rascar unos palos que luego introducen en nuestros hormigueros, o para capturarnos con dos de sus dedos y arrancarnos de cuajo las antenas. Y sin antenas, ya no somos nada, no podemos identificar objetos ni reconocer a nuestros semejantes, es como si nos emborrachasen pero peor, porque nos hacen pelear con otras hormigas de nuestro grupo, a las que somos incapaces de reconocer.
También suelen introducirnos en una caja oscura llena de lados y agitarla después por el simple placer de oírnos chocar contra las paredes, o nos hacen caminar por un palo hasta que al llegar a un extremo lo agarran por el otro y vuelven a dejarnos en el aire, o se ponen a dar zapatazos contra el suelo para aplastarnos de veinte en veinte. En fin, una serie de barbaridades tales que no tienen comparación con nada, y eso que se autodenominan reyes de la creación, civilización occidental.
Fueron precisamente los humanos quienes me hicieron perder la antena derecha. Milagrosamente me dejaron marchar después del altercado, y aunque fui recogida por mis compañeras y llevada a la sala de observación, no pudieron hacer nada por salvarme de la locura. Fui relevada de mis funciones y abandoné la comunidad con el fin de no ser una carga para nadie, puesto que era un ser a alimentar pero que no producía. Pensaban rematarme, pero les debí dar pena y me dejaron marchar.
Apenas llevaba andados una decena de metros, con mucha dificultad, medio ciega y desorientada, he sentido las primeras gotas de agua. No es la primera vez que me sorprende una tormenta y conozco cómo actuar en tales circunstancias, pero en mi lamentable estado no puedo llevarlo a la práctica. Me ahogo sin remedio, a pesar de los ímprobos esfuerzos por mantenerme a flote, por liberarme de la capa de barro, por salir de la corriente que me golpea contra las piedras o las ramas duras de los árboles, haciéndome perder el sentido y rodar y rodar y rodar hacia abajo sólo unos segundos más.
© Juan Ballester
2 comentarios:
Magnífico. Pulcro en el lenguaje, en la expresión y en el contenido. No se da detalle alguno hasta bien avanzado el relato, para que se mantenga el interés, de quién es el ser que protagoniza la historia.
Muy interesante la idea de enfocarlo como un campo de batalla, y el símil de la jerarquización de los soldados con las hormigas.
Enhorabuena.
Se trata de una vieja historia remozada a principios de los años 90, aunque a mi modesto juicio se notan sus carencias, tanto argumentales como estilísticas. Por supuesto no tiene base científica alguna, aunque tampoco lo he pretendido.
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