Recuerdo ahora la tarde en que nos conocimos, una tarde envuelta en tristeza, empapada en lluvia de noviembre. Yo me había refugiado en unos soportales viendo caer el agua, viendo cómo me salpicaba los zapatos, cómo las gotas rebotadas impactaban suavemente en mis piernas sin medias, con aquel paquete envuelto en papel de colores que yo aferraba contra mi pecho para evitar que se mojara.
Realmente el café con su rótulo luminoso estaba sólo a unos cuantos pasos de distancia, y allí me pareció que podría sentirme confortable y fumar un cigarrillo tranquila. Crucé la estrecha callejuela a toda velocidad, con la torpeza que imponían mis zapatos de tacón excesivamente altos y la falda estrecha que limitaba mi capacidad locomotriz. Iba casi a ciegas, con la cabeza hacia abajo y las manos aferradas en torno a la abertura del abrigo, en donde estaba oculto el regalo que acababa de comprar.
Tomé asiento en el casi único hueco disponible del local, compartiendo mesa con una pareja de estudiantes enfrascados en un problema de química o algo parecido, y que habían desparramado sus apuntes por la mesa. Al llegar yo, pusieron un poco de orden para dejarme espacio libre, y al pasar el camarero le pedí un café con leche.
A través del ventanal empañado apenas podía distinguir el exterior, esa noche que lo invade todo en las tardes de otoño. De cuando en cuando distinguía los faros de un vehículo o la borrosa silueta de los viandantes que cruzaban raudos bajo el aguacero. Inconscientemente escribí con mi dedo un nombre sobre el cristal, y, como si fuera una colegiala pillada en falta, lo borré rápidamente con la palma de la mano, produciendo un hueco de claridad en el ventanal que me permitía ver mejor la escasa actividad que tenía lugar en el exterior.
Abrí el bolso y encontré el libro que últimamente estaba leyendo. Lo abrí al azar, como un aventurero que se adentra en selvas de misterio y fascinación, y leí un breve poema titulado "Tus ojos". Ya lo conocía de otras veces, pero en cada reencuentro con esos versos descubría un océano de nuevas sensaciones. Me gustaba paladearlos despacio, releyendo cada renglón, analizando cada palabra desafiante y hermética. Luego, abandonando esos parajes fascinantes, elegí otra página y mis ojos aterrizaron en otro paraíso de rimas elegantes que describían escenas de amor sin límite.
Podía estar así durante horas, disfrutando uno a uno del casi centenar de poemas salidos de la pluma de aquel autor casi desconocido. Podía invertir la tarde entera si era preciso sin agotar el caudal de sensaciones que sus versos me transmitían. No importaba que hubiera mucho ruido a mi alrededor, o que la estancia estuviese mal iluminada; no importaba que la gente me pudiese tildar de cursi o de bicho raro. Para mí, había pocos placeres comparables al de disfrutar con ese poemario recubierto de tapas de color amarillo.
Fue entonces cuando los estudiantes de química recogieron sus bártulos y dejaron libres sus asientos. Yo me sentí un poco aliviada, porque antes habían estado tratando de husmear en mi lectura, de penetrar en mi intimidad, de ensuciar con sus ojos las páginas de mi libro predilecto. Yo lo guardaba como una madre celosa, como un tesoro que no estaba dispuesta a compartir con extraños, e incluso podía sentir a menudo que el libro se desperezaba en mis manos al saberse a salvo de testigos indiscretos. En cierta forma, el libro tenía una especie de vida propia, sabía cuándo había que estar alerta y cuándo podía mostrarme todo su esplendor sin reservas, cuándo era mejor permanecer oculto en las profundidades de mi bolso o cuándo era conveniente salir a respirar aire fresco. Incluso al abrirlo yo al azar era él quien decidía qué página resultaba la más adecuada para la ocasión según mi estado de ánimo.
Sebastián ha vuelto a llamar, a rogarme que nos veamos de nuevo, que le conceda otra oportunidad; ha vuelto a desplegar esa sarta de mentiras a la que me tiene acostumbrada.
Podía estar así durante horas, disfrutando uno a uno del casi centenar de poemas salidos de la pluma de aquel autor casi desconocido. Podía invertir la tarde entera si era preciso sin agotar el caudal de sensaciones que sus versos me transmitían. No importaba que hubiera mucho ruido a mi alrededor, o que la estancia estuviese mal iluminada; no importaba que la gente me pudiese tildar de cursi o de bicho raro. Para mí, había pocos placeres comparables al de disfrutar con ese poemario recubierto de tapas de color amarillo.
Fue entonces cuando los estudiantes de química recogieron sus bártulos y dejaron libres sus asientos. Yo me sentí un poco aliviada, porque antes habían estado tratando de husmear en mi lectura, de penetrar en mi intimidad, de ensuciar con sus ojos las páginas de mi libro predilecto. Yo lo guardaba como una madre celosa, como un tesoro que no estaba dispuesta a compartir con extraños, e incluso podía sentir a menudo que el libro se desperezaba en mis manos al saberse a salvo de testigos indiscretos. En cierta forma, el libro tenía una especie de vida propia, sabía cuándo había que estar alerta y cuándo podía mostrarme todo su esplendor sin reservas, cuándo era mejor permanecer oculto en las profundidades de mi bolso o cuándo era conveniente salir a respirar aire fresco. Incluso al abrirlo yo al azar era él quien decidía qué página resultaba la más adecuada para la ocasión según mi estado de ánimo.
Sebastián ha vuelto a llamar, a rogarme que nos veamos de nuevo, que le conceda otra oportunidad; ha vuelto a desplegar esa sarta de mentiras a la que me tiene acostumbrada.
Unos cuantos latidos de corazón más tarde apareció él, con una cerveza en la mano y una sonrisa amplia. Tenía un aire de suficiencia que no acababa de gustarme, y me miró fijamente desde el fondo de sus ojos oscuros. Mi reacción inmediata fue cerrar el libro, como movida por un resorte, para evitar que se pusiera a hacerme preguntas estúpidas acerca de mis gustos literarios, o quizá para preservar el secreto que me unía al autor de esos versos. Debí ponerme nerviosa porque, aunque traté de camuflarlo rápidamente en el interior de mi bolso, se enganchó en el cierre y se quedó prendido en el vacío, en equilibrio, en un terreno de nadie.
El hombre se sentó en frente mío, mirando hacia cualquier parte pero en realidad mirándome a mí con disimulo. No podía negar que se trataba de un ligón, bien trajeado y pulcramente afeitado, con plena confianza en sus métodos de abordaje, y aunque pude haberme levantado, en la calle seguía lloviznando y no tenía en realidad nada mejor que hacer hasta la noche. Yo había apurado mi consumición, pero el lugar resultaba acogedor y confortable. Me dije que lo mejor sería seguir como si tal cosa, ignorando la presencia del recién llegado. Noté además en las páginas de mi libro una cierta tendencia a desplegarse delante de aquel desconocido, como si lo aceptara, como si le diera de alguna forma el visto bueno. De forma que lo tomé de nuevo entre mis manos y encontré en la página catorce uno de mis poemas favoritos, el que comienza: "Hoy te envuelvo en mis sueños como arrullo los pétalos ..."
Noté que él desviaba imperceptiblemente la mirada hacia el libro, aunque desde su ubicación era imposible que pudiera distinguir su contenido. Yo traté de dejar una mínima abertura, pero era como si luchara contra esas páginas rebeldes que sorprendentemente trataban de abrirse.
Levanté los ojos y me desarmó su amplia sonrisa. Ahora parecía un buen hombre, agradable y culto, y aunque estaba pendiente de mí, tampoco me agobiaba ni se ponía pesado. Era como si pudiese esperar pacientemente, como si estuviera dispuesto a poner en marcha toda la máquina de la seducción. Pero lo que más confianza me dio fue que el libro, como digo, también me impulsaba hacia él.
Muy pronto se inició una tímida conversación a base de preguntas rutinarias y respuestas en monosílabos. Supe que se llamaba Sebastián Almeida, que era agente de seguros y que vivía a pocas manzanas del lugar en que nos encontrábamos. No parecía muy entusiasmado por la poesía; de hecho confesó tener muy poco tiempo para la lectura. Se ve que era un tipo práctico, de esos que sólo viven para ganar dinero. Obviamente le interesaba yo, estaba muy solo desde el fracaso de su anterior matrimonio y tal vez pretendía recomenzar de nuevo, o quien sabe si buscaba únicamente una aventura pasajera.
A pesar de su aspecto agradable, no me apetecía entrar en relación con alguien de apariencia tan materialista y que exhibía una sonrisa estúpida cada vez que le mencionaba a Yeats o a Alfonsina Storni. Esas cosas no entraban en su mundo, y hubiera sido una traición por mi parte arrinconar en ese momento a Alberto, el autor de mis versos favoritos, para en cambio centrar mi atención en aquel sujeto.
Me levanté y pagué la cuenta. Salí del local sin volverme siquiera, mientras ocultaba el libro en el bolso. Ahora llovía menos, y sin pararme a comprobar si me seguía, alcancé un autobús al azar, rumbo a ninguna parte.
Sebastián ha vuelto a llamar. Me llama a cada instante, a cualquier hora, y apenas distingo que es él, cuelgo el auricular.
Volví a encontrarlo un par de semanas más tarde, en la cola de un hipermercado. A veces pienso que hubo algo más que casualidad en todo eso, como si un imán misterioso o un hilo invisible se estuviera encargando de acercarnos, de unir nuestros destinos.
No pude esquivarle; no me apetecía hablar con él, pero cuando le descubrí ya era tarde. Él en seguida me reconoció y me obsequió con una de esas amplias sonrisas tan características. Hablamos de cosas intrascendentes, de temas convencionales, y me invitó a llevarme a casa en lugar de tomar un taxi como solía hacer. No pude negarme esta vez, él mismo colocó las bolsas en el maletero de su coche.
- Vivo en ... -pero le di una dirección falsa, para evitar que se pusiera a espiarme o a seguirme. No quería complicaciones con extraños.
Noté que el libro palpitaba en el interior de mi bolso. De alguna forma, también él había reconocido a Sebastián y luchaba por abrirse paso hacia afuera. Yo me preguntaba qué tendría ese hombre tan superficial para provocar un fenómeno semejante. Y fue él, Sebastián, el que precisamente me preguntó si estaba leyendo todavía el volumen de versos.
Hubiera preferido no hablar de eso, mantener intacta esa faceta de mi intimidad, ese universo propio que hasta entonces no había querido compartir con nadie, pero una irresistible fuerza interior me llevaba a romper esa norma básica. Contesté con evasivas a sus preguntas, como para no darle importancia, a ver si por fin cambiaba de tema. Pero él insistía en interrogarme acerca de mis preferencias literarias. ¿No había mostrado la otra vez una total indiferencia por la poesía? Pues ahora se comportaba como si de la noche a la mañana hubiera modificado sus hábitos, como si se hubiera puesto al día empapándose de conocimientos como un vulgar ratón de biblioteca. Sea como fuere, lo cierto es que allí estábamos, rodando por las calles, hablando de Dylan Thomas y de Pasternak, mientras que mi libro se revolvía de gusto en el interior de mi bolso.
Aquella noche cenamos juntos y más tarde fuimos a un hotel. La verdad es que íbamos bastante bebidos por culpa de la botella de vino de la cena que Sebastián se empeñó en que debíamos terminar, y por si fuera poco, que si un whisky por aquí y un cubata por allá. En fin, lo de siempre, ya se sabe.
Sebastián ha vuelto a llamar. Me insiste con sus mentiras, con sus zalamerías verbales tratando de lograr sus objetivos. Pero ya no quiero saber más de él.
Así fue como iniciamos una relación más o menos estable y al mismo tiempo esporádica. Nos veíamos sin horario fijo, siempre en su apartamento, porque allí era más discreto. Bastaba un telefonazo a cualquier hora del día para que de inmediato fuese a caer en brazos de mi amante. Bien es cierto que a mí no me agradaba del todo esa espiral en la que parecía estar sumiéndome, sentía algo desconcertante en su comportamiento: lo mismo se mostraba un ser delicado y amable que un tipo grosero y sin modales. Y en especial me disgustaban sus constantes cambios de humor. Pero le quería a pesar de todo. Y mi libro de versos también, también le quería.
Hasta que una tarde se produjo una especie de milagro, una coincidencia asombrosa. Él estaba en la cocina preparando algo de comer, de forma que me había quedado sola en el dormitorio. Me puse el camisón y salí al salón a buscar un paquete de cigarrillos. Sin poderlo evitar, empecé a echar un vistazo a las estanterías, que es una de las cosas que más me han fascinado desde que era una niña. En su apartamento abundaban los adornos de porcelana y las láminas de pájaros dibujadas por artistas del siglo diecinueve, pero también encontré una buena cantidad de libros. A base de repetirlo, he aprendido a distinguir a las personas en función del tamaño y características de su biblioteca. Y allí había un poco de todo, desde una colección sobre técnicas de desarrollo personal, hasta los inevitables manuales sobre seguros y legislación mercantil; pero lo que más me interesó fue una pequeña sección de libros de versos, de los que Sebastián hasta entonces no me había hablado y que no había tenido tiempo de examinar con detenimiento durante mis visitas anteriores.
He dicho que se produjo una especie de milagro, y es que, oculto detrás dos gruesos volúmenes de poesía norteamericana contemporánea, hallé un ejemplar igual al que yo siempre llevaba en el bolso. Y para mayor asombro, luego de extraerlo con sumo cuidado, descubrí que estaba firmado en la primera página por el propio Alberto Echeverría. ¡Era increíble! Me había estado mintiendo todo ese tiempo diciéndome que no había oído hablar nunca de él y resulta que hasta le había visto en persona.
Me puse furiosa, porque no me gusta que nadie se burle de mí. Y volví a colocarlo en su sitio deprisa y corriendo porque oí los pasos de Sebastián acercándose por el pasillo. De momento no dije nada; tiempo tendría para averiguar por qué me lo había ocultado.
Sebastián ha vuelto a llamar, suplicándome como un niño que vaya a su apartamento o que quedemos citados en el lugar que yo prefiera, que olvide cuanto ha sucedido, que no le deje con su angustia recomiéndole las entrañas.
Nuestra relación se prolongó aún por un tiempo. El sorprendente descubrimiento no fue lo bastante trascendente como para romper de golpe todo cuanto habíamos construido juntos, pero sí vino a enturbiar un poco más la situación. Para bien o para mal, él era uno de los trescientos privilegiados que en este mundo poseían un ejemplar de "Perlas de tu Memoria". Seguramente por este motivo mi libro se había comportado con tanta inquietud en su presencia, pero no lograba comprender cómo Sebastián se mostraba tan indiferente cuando le hablaba de Alberto Echeverría o de su obra.
Una tarde -era el mes de mayo y asistíamos a una cena en homenaje a uno de sus compañeros- su cinismo llegó a un punto que se me hizo insoportable. Y es que no sólo puso en ridículo delante de sus amigos mi pasión por la poesía, sino que además blasfemó no sé qué calumnias contra el autor de mi libro favorito. Afirmar que "ese tío" era un mamarracho constituía de por sí una afrenta bastante grave, pero añadir a continuación que probablemente fuese marica colmó todos los recipientes de mi paciencia.
Le dejé plantado en medio del restaurante, con su sonrisa irónica y su flor en la solapa, con su perfume a jazmín y su asquerosa vanidad.
Anduve durante casi una hora por las mal iluminadas aceras, dejando pasar varios taxis libres. Necesitaba tomar el aire, desprenderme de esa envoltura viscosa que me tenía aferrada a un sujeto tan incalificable como Sebastián. Lloré, mientras apretaba contra mi pecho el lujoso bolso en cuyo interior reposaba mi inseparable volumen de versos. A la luz de una farola lo abrí, me senté en el suelo húmedo y sucio y comencé a leerlo entero, desde la primera página: "No hay candor más allá de tus pupilas ... "
No volví a verle ni a saber más de él durante tres semanas. Más concretamente hasta ayer, en que me ha telefoneado una y cien veces, y aunque dejo descolgado el aparato para no oír ese zumbido enloquecedor, todavía resuenan en mis oídos sus últimas palabras susurradas a través del auricular, ésas que nunca debía haber pronunciado, ésas que desde un principio sospeché, ésas que han destruido lo único que verdaderamente amaba en esta vida: "Escúchame, Carmen, yo soy Alberto, yo soy Alberto Echeverría".
© Juan Ballester
No hay comentarios:
Publicar un comentario