Érase alguna vez, lejos, muy lejos,
tan lejos que quizá fuese verano,
un hombre colocado ante una máquina
con la mente perdida en otros mundos.
Ese hombre trataba inútilmente
de mirarse por dentro y comprender
el por qué de sus manos sin semilla
o el por qué de sus labios detenidos.
Con la vista perdida ante un cristal,
con los dedos ansiosos de palabras,
las teclas le tentaban cual sirenas
con acordes melódicos y falsos.
Y el hombre, resignado con su suerte,
se dejaba llevar por esos cantos
sin saber que la tarde era de roca
y su alma ligera como pluma.
Y escribía poemas, reflexiones,
palabras que trataban de explicar
lo que acaso los pájaros supieran,
lo que quizá la mar le susurraba.
Era un hombre sentado ante sí mismo
mirando avergonzado en su interior
mientras la nieve ardía en sus mejillas
y a lo lejos brillaban los semáforos.
© Juan Ballester
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