martes, 1 de septiembre de 2009

Por pura coincidencia

Lo crean o no, la vida está llena de extrañas coincidencias. A veces sucede con los pensamientos, que sin saber por qué se transmiten como por telepatía de un cerebro a otro. ¿Quién no ha sentido una especie de escalofrío al comprobar cómo esa persona de la que nos acabamos de acordar y a la que hace siglos que no vemos ni sabemos nada de ella, se nos aparece de repente por ejemplo detrás de una esquina o en la cola de un supermercado? ¿O que nos decimos al levantarnos por la mañana: cuánto hace que no se sabe nada del famoso Fulano, y enterarnos de que ha muerto esa misma noche? Creamos o no en el destino o en el más allá, es innegable que hay casua­lidades que escapan a nuestros sentidos.
Digo todo esto porque es la única forma de explicar algo que no sé bien cómo calificar, si de extraño fenómeno, de carambola supranatural o de broma de cámara oculta. Porque esa es otra: hoy en día no te puedes fiar ni de lo que ves con tus propios ojos, porque todo puede estar preparado o trucado por quien menos te lo esperas para montarse un pitorreo a costa de uno mismo. Yo he aprendido a no fiarme ni de mi propia madre, y menos aún del resto de la humanidad.
Pero vayamos al grano, que parece que me pierdo con tantos rodeos. La cosa es bien sencilla, en apariencia. Los que sean lectores habituales lo entenderán en se­guida.


Hace unos días, iba dando un paseo por la calle Alberto Aguilera, aquí en Madrid, apro­vechando que la mañana otoñal estaba soleada y la temperatura era agra­dable. Como siempre que salgo a pasear, llevaba un libro bajo el brazo, para prac­ticar una de mis actividades favoritas cuando me entrasen ganas de descansar. Suelo pre­ferir para la lectura los parques y jardines, pero cuando las zonas verdes escasean, aprovecho los propios bancos de las aceras. Bien, pues como yo soy bastante rarito en lo que a gustos literarios se refiere, elegí de mi modesta biblioteca un librito de poe­mas de Florbela Espanca, una poetisa portuguesa poco conocida en España por el pú­blico en general, aunque dotada de una extraordinaria sensibilidad y con una ha­bi­lidad poco común para el verso. No es fácil encontrar sus libros traducidos al cas­te­llano; de hecho, el que elegí es, salvo que mi información sea incorrecta, la única edi­ción de su obra vertida a nuestra lengua. De forma que con dicho libro bajo el brazo, salí a caminar.
A la media hora aproximadamente llegué al Parque del Oeste y me adentré en la melancolía de sus veredas cubiertas de hojas caídas. Divisé un apetecible banco en donde un tibio sol prometía un descanso confortable, y me acomodé allí, justo al lado del sendero, abriendo el libro. Los versos comenzaron a fluir ante mis ojos, y dado lo asequible de la lengua de Camoens para un castellanoparlante, los disfrutaba doble­mente, al tratarse de una edición bilingüe.
Hasta aquí nada hay que valga la pena reseñar. Un tipo ocioso que lee poesía a media mañana en un parque es una escena de escaso interés literario, sin entrar a va­lorar desde luego qué clase de ambiciones personales puede tener alguien que en vez de trabajar y ganar dinero se dedica a los versitos.
En esas estaba cuando me llamó la atención un sujeto que se aproximaba. No sé por qué levanté la vista del libro para fijarme en él, esa es otra cuestión que rebasa los límites de la razón. Tal vez los libros emplean lenguajes y códigos secretos que los humanos desconocemos para comunicarse los unos con los otros.
Porque, digámoslo ya sin más rodeos, lo que me llamó la atención del hombrecillo aquel era el libro que llevaba bajo el brazo, un libro idéntico al mío, con la misma por­­tada incluso, pues ya digo que las ediciones de Florbela Espanca no son precisa­mente abundantes en nuestra lengua. A punto estuve de romper el silencio mágico que se respiraba en aquel rincón para abordar al hombre y hacerle ver la extraor­di­naria coincidencia de ser portadores del mismo libro, pero finalmente le dejé pasar de largo, y él a su vez me parece que tampoco se dio cuenta de esa curiosidad. Confieso además que sentí como si me arrancasen un pedazo de intimidad, a veces -aun­que esté mal decirlo- siento un cierto orgullo cuando poso mis manos o mis ojos en ciertos libros muy minoritarios, a los que considero un poco de mi exclusiva propiedad. Eso de saber que esa misma mañana un desconocido había tenido la misma idea que yo en cuanto a lecturas y escenario se refiere, me causaba cierta desazón, como digo.
Continué con mi lectura por espacio de algunos minutos más, pues la poesía es algo que no se debe ingerir en grandes dosis, sino todo lo contrario, casi con cuentagotas, paladeando cada sílaba y cada palabra.
De regreso hacia casa, pensando aún en la casualidad de haberme tropezado con alguien con los mismos gustos literarios que yo, y lamentando en cierta manera no haberle abordado o haberle pedido su número de teléfono o alguna otra seña per­sonal, entré en un café para entonar mi estómago y de paso realizar cierta función fisiológica que no viene al caso. Era un local bastante acogedor, no muy concurrido, y en el que desde luego nunca antes había estado. Me acerqué a la barra a pedir un descafeinado y al levantar la vista, sentada en una de las mesas, una mujer de edad intermedia fumaba un cigarrillo, junto a un libro cerrado, del que sin embargo pude atisbar claramente la portada. Y sí, en efecto, era el mismo poemario que sostenía bajo mi brazo y el mismo que llevaba el desconocido del parque.
Se puede imaginar cómo sería mi sorpresa y mi emoción ante lo insólito de la situa­ción. Empecé a creer que todo era debido a la conjunción de los astros o quizá a al­gún factor que se me escapaba. Reconozco que no sigo habitualmente las tertulias lite­rarias ni estoy puesto en programas radiofónicos ni en novedades literarias. Pensé que seguramente aquella poetisa había sido rescatada del olvido por alguien con la suficiente relevancia mediática como para impulsar a dos personas a profundizar en su universo poético, y que a partir de ahora, el nombre y la obra de Florbela Espanca pasaría a engrosar definitivamente el bagaje literario de muchas personas. Pero aun así y todo, ya era casualidad haber sido protagonista de ese doble encuentro.
Tampoco dije nada esta vez a la portadora del poemario, por lo general me cuesta mucho abrirme a la gente, y más tratándose de una mujer, porque siempre tengo la sen­sación de que me van a tomar por un ligón o un pesado. De forma que, acabada mi consumición y aliviada mi urgencia fisiológica, abandoné el lugar y enfilé hacia casa.
Como vivo solo no tuve ocasión de cambiar impresiones con nadie acerca de mis dos encuentros fortuitos, y el día transcurrió sin mayor novedad. Ya a la caída de la tarde salí nuevamente a tomar café, y esta vez opté por los alrededores de la plaza de la Ópera, en donde abundan los locales de ambiente selecto y en donde resulta agra­dable leer el periódico o escuchar buena música mientras se paladea una infusión.
Escogí al azar uno de los que más suelo frecuentar, y encontré libre además la mesa del fondo en la que habitualmente me acomodo. Llevaba conmigo dos libros, el ya mencionado de Florbela Espanca –hoy se lo merecía sin duda- y un volumen de cuen­tos titulado La mosca, de Slawomir Mrozek (ya digo que mis lecturas no son lo que podríamos calificar de obvias). Y allí, confortable y estratégicamente ubicado, a salvo de las zonas más ruidosas, me entregué a mi actividad favorita, perdiendo in­cluso la noción del tiempo, hasta que un nuevo incidente vino a alterar mi tranqui­lidad interior.
En una de las mesas que quedaba a mi derecha, más hacia la ventana, y que acababa de ser abandonada por un grupo de jóvenes con aspecto de universitarios, se instaló una parejita de aspecto corriente, novios a juzgar por su actitud, que se po­nían al corriente mutuamente de su jornada laboral, pues por lo que se ve él debía haberla ido a esperar a la salida del trabajo.
No hará falta que diga qué libro se adivinaba semioculto en el interior del bolso de la chica. La fotografía de la portada no dejaba lugar a dudas; de hecho, la comparé con la que yo tenía depositada sobre el mármol de la mesa y por supuesto era idéntica. No podía ser verdad, no podía ser coincidencia. No podía ser real todo aquello. Se me ocurrió si me estaría volviendo loco, o si alguien me habría echado alguna sustancia alucinógena en la bebida. Pero no, claro que no, porque conservaba la lucidez y la capacidad de raciocinio.
¿Cómo podía ser posible que en apenas un día hubiese tenido tres encuentros fortuitos con otros tantos portadores de un libro de una poetisa portuguesa apenas cono­cida en nuestro país? ¿Cuántos libros de Florbela Espanca se estarían vendiendo sin yo saberlo para que proliferasen de aquella forma?
Pensé que un poco de aire me vendría bien, de modo que puse punto y final a mi presencia allí, y dejé a la parejita haciéndose arrumacos mientras me acercaba a la barra a pagar. De vuelta hacia casa, por las frías callejuelas de ese Madrid otoñal, trataba mentalmente de acoplar las piezas de ese extraño puzzle, porque en el fondo estaba convencido de que no se trataba de una mera casualidad, el azar no se dedica a gastar esa clase de bromas pesadas a sujetos normales y corrientes, si no es con alguna finalidad. Y esa finalidad era la que se me escapaba.
Al día siguiente decidí darme una vuelta por la Casa del Libro, en la Gran Vía, para ver el panorama editorial en la sección de poesía. Fui encontrando los nombres conocidos, los títulos que nunca pasan de moda, así como las novedades de tempo­rada, de esas que pasados unos meses ya ni recuerdas el nombre del autor. Busqué a los portugueses entre los autores extranjeros: Antero de Quental, Pessoa, Camilo Pessanha… no, era más arriba, en la E. Sí, allí estaba, Florbela Espanca, el mismo libro que andaba trasegando la víspera, el mismo que portaban los tres desconocidos que se cruzaron en mi camino sin aparente relación entre sí. Pero no lograba imaginarme qué podía tener de especial aquel volumen. Podía haberle preguntado a uno de los empleados, pero, enfrascado en mis propias cavilaciones, cuando me di cuenta me en­contraba en la calle nuevamente.
Ahora lamentaba no haber trabado conversación con los tres desconocidos de la víspera, haberles dado a conocer la feliz coincidencia de nuestros gustos literarios. Por­que además ellos no parecían haberse dado cuenta de que yo portaba también aquel libro; de lo contrario, quién sabe si ellos mismos hubiesen roto ese hielo que cubre siempre las vidas de quienes no se conocen.
Se me ocurrió que tal vez repitiendo los mismos pasos, podría volver a coincidir con alguno de ellos. Me daba tiempo perfectamente a llegar caminando hasta el Parque del oeste, a ocupar el mismo banco junto a la vereda cubierta de hojas secas, a espe­rar leyendo al azar poemas de Florbela, a la espera de que el hombre del abrigo gris repitiese también su itinerario. Nada tenía que perder, y quién sabe si ello nos haría encontrarnos y por qué no, exponer las razones de cada cual para llevar un libro de una poetisa portuguesa bajo el brazo.
Me encaminé hasta allí y esperé a que fuese más o menos la una, hora en que el desconocido había transitado por aquel lugar. Pero no llegó nadie, al menos nadie que me interesase especialmente, nadie con un libro de Florbela bajo el brazo. Cuan­do supe que ya no se presentaría, me levanté y salí del Parque con paso ligero, para que me diese tiempo a llegar a la cafetería a la misma hora que la víspera había estado la mujer a la que llamaré lector 2. Pero al llegar allí, no la vi por ningún lado, tal vez porque ya se había marchado o -lo que es más razonable- porque ni siquiera había estado. Esperé también unos minutos de cortesía, y desilusionado, acabé por salir de allí y volver a casa.
Por la tarde aproveché para empaparme en Internet acerca de la poetisa portu­guesa y de sus posibles conexiones o influencias con algún grupo literario o de cual­quier otra clase que pudiera haberse formado en España en torno a su figura o su obra, pero por más que visitaba páginas y contrastaba datos, nada me hacía pensar que hubiese algún entramado desconocido para mí y menos aún instalado en la capital de España. Me puse al día de las carátulas de algunas ediciones de la poesía de Florbela aparecidas en otros lugares, América del Sur, Portugal por supuesto, ediciones inglesas, descatalogadas, etc. Cualquier dato insignificante podía resultarme útil, pero la verdad es que no pude obtener conclusión alguna al respecto.
A última hora del día volví al café de la Plaza de la Ópera con la remota ilusión -todo hay que decirlo- de ver entrar de nuevo a la parejita de la tarde anterior. Y tal y como me temía no aparecieron por allí, de forma que regresé a casa, cansado y con un humor de perros.
Durante un par de días más repetí la triple maniobra: Parque del Oeste, cafetería de la calle Princesa y Plaza de Oriente, sin ningún resultado. Ni rastro de los tres lectores. Después se me ocurrió que tal vez influyera el día de la semana, el hecho de haber sucedido todo un martes, y probé el martes siguiente, en los mismos lugares y a las mismas horas, pero tampoco obtuve pista alguna, si es que la había. Y más tarde ya sólo me quedó el recurso de que la magia tuviese lugar una vez al mes, recons­truyendo mi itinerario al llegar el día 5 de diciembre, con resultado igualmente ésteril.
Dije al principio que la vida está llena de coincidencias. Me ha costado tiempo asi­mi­larlo, descartar otras opciones, evitar preguntas que no tienen contestación po­sible. Al final he llegado a la conclusión, triste y desde luego poco literaria, de que todo se debió a una pura coincidencia, a un capricho, a una broma que el destino quiso jugar­me una soleada jornada del mes de noviembre.
© Juan Ballester

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