jueves, 31 de diciembre de 2009

Vieja fotografía

Éramos dos extraños encontrados
compartiendo el dolor de una vereda,
dos mendigos de amor sin más moneda
que el peso de los años extraviados.

Era testigo el parque solitario
de aquel primer encuentro, que tenía
una esperanza dentro, una alegría,
un raro bienestar que era al contrario.

¡Qué bullicio en la mente, qué alboroto
si nuestros pensamientos más profundos
intercambiaban vientos, mares, mundos!

Fue un despertar ardiente, un sueño roto
que como mil espejos se quebraba...
y un pájaro a lo lejos nos cantaba.

© Juan Ballester

martes, 29 de diciembre de 2009

Huelga de versos caídos

Me planto nuevamente ante un papel en blanco.
Bullen en mi cerebro
esos pequeños peces transparentes
que unos llaman ideas y yo llamo dolores.
Los observo, atrapados,
royendo poco a poco
las insondables brumas de mi mente
vomitando su angustia y su delirio
que rebota en el fondo de un túnel sin mañana.

Me planto nuevamente ante un muro encalado,
listo para cubrirlo de borrones,
de signos rectilíneos o redondos
igual que las burbujas que quieren ser palabras
y son sólo excrementos.

Me duele este silencio profundo como un sapo,
me hiere la arrogancia de mis manos vacías,
me escuece cada sílaba
que agoniza en la noche negra y desconsolada
donde apenas existo.

Me llora cada verso que he perdido,
cada pájaro herido, cada grano de arena
del poema imposible que tuve ante mis ojos,
que tuve ante mis ojos y se acabó muriendo.

© Juan Ballester

domingo, 27 de diciembre de 2009

Conquistas

Si yo lograra el beso que en tu boca hay dormido,
ese ósculo que espera a quien sepa soñar,
lo pondría en mis labios casi sin hacer ruido
y sentiría el mar.

Si yo encontrase forma de sentir tu caricia,
la que sestea oculta al borde de tu piel,
la pondría en mis dedos en la hora más propicia
hecha de arena y miel.

Si yo tuviera el modo de alcanzar tu mirada,
el rayo fulminante de tus ojos sin fin,
la pondría en los míos sin importarme nada
hasta darme un festín.

Si yo supiera cómo llegar hasta tu sueño,
hasta el cerrojo huidizo que hay en tu corazón,
pondría toda el alma, la sangre en el empeño
para oír su canción.

Si yo fuera capaz de merecer tu vida
y compartir tus horas y arroparme en tu luz,
pondría en cada verso, a riesgo de una herida
los clavos de mi cruz.


© Juan Ballester

viernes, 25 de diciembre de 2009

Soneto para hacer más corta una espera

¿Cómo podré tocarte, amada mía
sin que mis dedos sueñen que te toco?
¿Cómo podré besar sin estar loco
esos labios de miel y algarabía?

¿Cuándo será el momento, cuándo el día
de abrazar tu fantasma que ahora evoco?
¿Cuándo gustar, sin que me sepa a poco,
tu suave voz, tu dulce melodía?

Oh, cómo echo de menos ese instante,
ese breve momento, ese destello,
ese llenarme el alma de burbujas.

¡Oh, cuándo podré verte, estrella errante,
mujer que me has alzado hasta lo bello,
ángel de la esperanza que me embrujas!

© Juan Ballester

martes, 22 de diciembre de 2009

El coleccionista de Silvias

Probablemente la culpa la tuvo aquella compañera de instituto, hace ya muchos años. Aquella chica morena y de ojos oscuros que se llamaba Silvia y que se sentaba dos pupitres por detrás de Ricardo. Aquella chica con la no llegó a salir, a pesar de los nume­rosos poemas que la iba escribiendo y que la propia Silvia leía, unas veces agradecida, otras perpleja y siempre sin tomárselo dema­siado en serio.
Quizá ello fue como digo el origen de una extraña afición que se fue ma­ni­fes­­tando poco a poco, en parte para compensar su fracaso amoroso y en parte con un punto de nostalgia. Los primeros pasos no dejaban de ser detalles insig­ni­fi­cantes: un posa­vasos firmado por la mujer de sus sueños, obtenido durante la fiesta de fin de curso, una servilleta de papel en la que ella misma había escrito su nombre descui­da­da­mente, o la fotografía de grupo en la que Ricardo había hecho todo lo posible para que­darse cerca de ella, como si de esa forma el vín­culo invisible que le unía a esa mujer fuese más sólido. Y cuando al fin cada uno hubo de tomar un rumbo dife­rente, él hacia la Facultad de Derecho y ella a la de Filosofía y Letras, y el tiempo fue abrien­do un abismo entre ambos, a Ricardo le dio la ventolera de ir haciendo acopio de cualquier objeto que tuviera relación con ese nombre, como si con ello pudiera re­te­ner en su corazón y en su memoria ese primer amor de su vida, que tan honda huella iba a dejarle en el fu­turo. Y de esta forma, un día se sorprendió a sí mismo com­prando un disco de Sylvie Vartan, y otro buscando entre sus amigos y conocidos alguien que tuviera gra­bada en video la película Viri­diana, sólo porque en ella ac­tua­ba una actriz me­xi­cana llamada Silvia Pinal. Y el siguiente paso fue el de sacarse el carnet de lector y recorrer una por una las múltiples bibliotecas de la ciudad en busca de libros, revistas o fotografías que tuvieran alguna relación con estas o con otras Sil­vias, para después foto­co­piar la parte que le pudiera interesar, llegando incluso a arran­­car páginas o reportajes en donde se hablara de alguna Silvia o que sim­ple­mente estu­viera firmado por alguna mujer con este nombre. Allí también des­cu­brió de­cenas de novelas y obras teatrales en las que Silvia era el nombre de al­guno de los personajes.
Era consciente de que esta extraña y repentina afición no era muy normal, pero vaya, muchas personas coleccionan otras muchas extravagancias, desde pie­dras de co­­lores hasta bolsos de piel, desde vitolas de puros hasta billetes capi­cúas, de forma que en parte se sentía orgulloso de esta ocupación tan singular que pro­curaba man­tener en secreto, pues -no sabía bien por qué- hasta el simple hecho de pronunciar la pa­la­bra Silvia en público le parecía que era como ensu­ciarlo, y si lo oía pronunciar se sentía como si le hubiesen robado su tesoro más preciado. Por tal motivo, guar­daba todos esos recortes y objetos fuera del alcance visual de su familia, bien ca­mu­flados en­tre los apuntes de la Universidad, o en los lugares más insos­pe­chados de su habi­tación.
No tardó en poseer un aceptable surtido de llaveros, azulejos, pegatinas y abalorios con ese nombre grabado de alguna manera. Y los había de cuero, de ma­­dera, de metal, de cristal, de resina, de tela y por supuesto de papel. Y cuando el espacio que ocupaba todo aquello fue demasiado para seguir oculto, nadie en su casa reparó en que de la noche a la mañana había aparecido en la estantería del pasillo una extensa discografía de Sylvie Vartan y un nutrido grupo de libros de teatro o so­bre ornitología, puesto que, en una de sus múltiples búsquedas por los rin­cones de las bibliotecas había averiguado que sylvia era también el nombre de un gé­nero de pájaros al que per­tenecían las currucas, con lo cual su campo de ac­tua­ción quedó mucho más abier­to a partir de entonces.



No había periódico o revista que cayera en sus manos sin que le echara una rápida ojeada en busca de la palabra mágica. Una extraña atracción, como un imán, le lle­vaba a reconocer en seguida las páginas en las que hablaban de alguna Silvia o en las que aparecía ese nombre por cualquier razón. Pero él necesitaba ir más allá, ne­ce­si­taba recopilar esas muchas otras Silvias anónimas y desper­di­gadas por aquí y allá.
Una noche se despertó sobresaltado, con una idea rondándole la cabeza. Era como una revelación, como si de repente se le abriera un nuevo horizonte: ¡Los cementerios! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? En los cementerios tenía que haber cientos de tumbas de mujeres que se llamasen Silvia. Bastaría con leer las inscripciones de las lá­pidas para ir encontrándolas.
Aquello fue la eclosión definitiva de un pasatiempo doméstico que hasta ese mo­mento tenía dimensiones relativamente reducidas. De modo que al día si­guiente se compró una cámara fotográfica, aunque en su vida había manejado nin­guna, pero después de todo, ya iba siendo hora de aprender. Y para practicar nada mejor que irse a patear la ciudad o incluso al campo, o al menos eso es lo que le decía a su familia cuando tenía pensado ausentarse con su cámara en ristre.
Como sabía que en los cementerios eso de ir tomando fotografías de las tum­bas po­día resultar sospechoso de alguna actividad delictiva, procuraba visi­tar­­los en los días y a las horas en que la afluencia de familiares y allegados era menor, y siempre actuando con mucha discreción. No se trataba por supuesto de recorrer todas y cada una de las tumbas, pero sí al menos las más accesibles, ha­ciendo como si leyese o tomase apuntes para algún poema o ensayo.
De esta forma fue reuniendo varios centenares de imágenes, obtenidas de pan­teones, nichos y tumbas esparcidas por cada rincón del cementerio municipal primero y más tarde de otros cementerios más pequeños que salpicaban la ciudad y las loca­lidades más cercanas.
Cada vez que tenía que viajar fuera, por turismo o cualquier otra razón, se in­for­maba acerca del emplazamiento del cementerio y allí se plantaba, cámara en mano, en busca de alguna Silvia perdida que añadir a su ya nutridísima colec­ción. Y tam­bién se estudiaba el callejero por si encontraba ese nombre en alguna plaza, calle o avenida.
Y las fue encontrando de todas las edades y con toda clase de apellidos, desde los so­fis­ticados y compuestos hasta los inevitables Garcías, López o Mar­tínez; había Silvias de ojos azules y negros, pasando por toda la gama intermedia, rubias y mo­renas, amas de casa y prostitutas, actrices y empresarias, escritoras y farmacéuticas, profe­soras de aerobic y alumnas de instituto, como aquella que un día ya lejano le dejó una herida en el alma de la que aún no se había podido res­tablecer.
Poco a poco logró ir recopilando miles de ellas, casi todas personas falle­cidas, mu­jeres casi siempre sin rostro unidas por las seis letras de su nombre. Las fotografiaba y las iba colocando en álbumes, clasificadas por alguna otra carac­te­rística, como la ini­cial del apellido, la fecha de nacimiento o de defunción o la lo­ca­lidad en donde las iba encontrando. Y para poder controlarlas a todas y poder localizar a cada una de ellas, llegado el caso, hasta empezó a ela­borar unos ín­di­ces a modo de inventario.
Tal vez por esta especie de homenaje a aquella Silvia primigenia, Ricardo no pudo o no quiso amar a otras mujeres, y pasaron los años y fue convirtiéndose en un soli­tario, dedicado a sus tareas profesionales que compaginaba con su ob­se­siva necesidad de aumentar y cuidar su colección. El hecho de vivir solo le de­jaba libertad para dis­tri­buir por su vivienda su inestimable colección, ya fuera en anaqueles expresa­mente cons­truidos para ello, o en forma de láminas que iba col­gando por las paredes aquí y allá, en especial las de las vistosas currucas. Y era algo tan suyo, que no deseaba com­par­tirlo con nadie, de modo que a ningún in­truso le estaba permitido entrar en su casa a menos que fuese absolutamente im­pres­cindible.
La humanidad evoluciona, y las nuevas tecnologías irrumpieron en la vida coti­diana de las personas, y por supuesto también en la de Ricardo. Sobre todo la llegada de Internet supuso abrir un nuevo frente de actuación de dimensiones casi infinitas. Con la barra del buscador podía no sólo acceder a listados de personas, sino también llenar de nuevos rostros sus ya nutridos archivos, con la comodidad añadida de no tener que salir de casa. En pocas semanas el número de Silvias se cua­dru­plicó, lle­gando en seguida a cifras tan apabullantes que apenas era capaz de calcular el nú­mero de las que tenía recopiladas, ni siquiera de forma apro­xi­mada.
También tenía la costumbre de mirar los buzones cada vez que entraba o sa­lía de un edificio, por si en ellos localizaba alguna Silvia, y en ese caso el teléfono móvil le era de gran utilidad porque le permitía fotografiar ese recuadro con el nombre, que luego incorporaba a sus archivos generales al llegar a casa.
En los foros, chats y direcciones de correos adoptaba siempre algún seu­dó­nimo rela­cionado con el nombre mágico y de significado tan especial para él, y hasta pensó en hacer una página web que versara sobre todas las Silvias más o menos famosas que en el mundo han sido, pero finalmente optó por guardarse para sí todo lo que sa­bía acerca de ellas y por supuesto su ingente colección de nombres, rostros y recuerdos diversos.
Una tarde lluviosa, mientras se dirigía hacia una boca de metro a la salida del tra­bajo, unos ojos oscuros que venían de frente llamaron su atención. No podía ser. Esos ojos, esa mirada… los conocía demasiado bien, los tenía clavados en el alma desde hacía treinta y tantos años, no habían cambiado en todo aquel tiempo.
- ¿Silvia? -susurró apenas con un hilo de voz.
La mujer se volvió al escuchar su nombre.
- ¡Ricardo! ¡Dios mío, qué sorpresa!
“Se acuerda de mí”, pensó él, tratando de aparentar serenidad, aunque el co­­razón ya le había dado dos vueltas de campana.
Le estampó dos sonoros besos, curiosamente los primeros que recibía de ella, que lle­gaban con varias décadas de retraso. Y en seguida se dieron cuenta de que se es­ta­ban empapando y entraron al café más próximo.
- Qué joven estás, niña. No has cambiado nada.
- Oye, ¿qué es de tu vida? -preguntó ella.
- No, cuéntame tú -le indicó Ricardo-. Mi vida no tiene nada interesante.
Silvia empezó a hablar, a informarle de que se había casado y tenido dos hijos, de que ahora estaba separada, que era directora adjunta en una agencia de viajes y no sé cuantas cosas más, pero Ricardo no era capaz de prestar atención, tal era el grado de excitación en que se hallaba. Si esa mujer supiera que siempre lle­vaba en la car­te­ra aquel trozo de servilleta de papel en la que una muchacha ado­les­cente -la misma que ahora, sentada frente a él, rondaba el medio siglo- ha­bía escrito su nom­bre, allá por su época de estudiante... Él hubiera querido de­cirle que jamás había de­jado de pensar en ella en aquellos treinta y seis años, cua­tro meses y catorce días, y contarle que toda su existencia giraba de alguna manera en torno a su nombre y a su re­cuerdo, pero temía ser rechazado una vez más. No podía hacer otra cosa que ca­llarse y disfrutar aquel breve parén­tesis de felicidad, aquel oasis en medio del desierto de su noche constante.
Intercambiaron teléfonos con la vaga promesa de llamarse cualquier día de estos y quedar para tomar algo con más tranquilidad. En la calle había dejado de llover, aun­que las aceras estaban aún encharcadas y brillantes y en el cielo relucía la luna llena. Silvia cogió un taxi y se ofreció a acercarlo hasta su casa, que le pillaba de ca­mino, pero Ricardo se excusó no fuera a ser que ella decidiera subir al apartamento y descubriera todas aquellas otras Silvias que abarrotaban las pa­re­des y las estan­terías y se viera forzado a explicar cómo había llenado su tiempo libre en ese lapsus de casi cuatro décadas.
Decidió regresar caminando, con las manos en los bolsillos y con las meji­llas aún ar­diendo a causa de los dos nuevos besos que Silvia le había regalado an­tes de perderse entre el tráfico, seguramente para siempre. Ricardo tuvo tiempo de pensar, de recor­dar aquellos tiempos lejanos en los que aún tenía las manos llenas de proyectos e ilu­siones. Con las yemas de los dedos acariciaba el trozo de papel donde minutos antes ella había anotado el número de su teléfono móvil. Una especie de vergüenza se apo­deró de él, una sensación de haber desperdiciado su existencia tratando de buscar una quimera, de alcanzar un fantasma que, cuando por fin se había materializado, había sido para dejar al descubierto sus miserias.
Al llegar al portal, hizo una bolita con el trozo de papel que le quemaba el bolsillo y la arrojó a una alcantarilla. Minutos más tarde, cuando los bomberos se personaron en el inmueble, encontraron un ordenador despanzurrado en la acera y una columna de humo proveniente del interior del apartamento de Ricardo.
© Juan Ballester

lunes, 21 de diciembre de 2009

Tiempo de recoger

De repente te vas, y dejas todo
sin concluir, a medias, mal atado.
Te vas, te desenchufan, y no has dado
a tus cuentas pendientes acomodo.

De repente te marchas, y no hay modo
de enmendar los errores del pasado.
Estás vencido y solo y acabado
tirado en el arcén, en un recodo.

De repente la luz se debilita
y todo lo que fuiste te lo quita
esa súbita huida hacia el abismo.

Tiempo de recoger, de apresurarte
mientras la vida juega su descarte
y lo que aquí te dejes es lo mismo.


© Juan Ballester

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El mismo poema

Tengo la sensación
de que apenas he escrito un único poema
repetido mil veces;
de que todos mis versos han sido el mismo verso,
de que todos mis llantos se reducen a un llanto,
de que todos mis sueños
caben en el incierto espacio de una noche.

Los años se repiten sin renovar recuerdos
y apenas los distingo, tan iguales parecen,
a no ser porque dejan marcados en mi rostro
los surcos del silencio, del polvo y del vacío.

Siempre el mismo poema,
siempre la misma tinta sobre idéntico folio,
palabras extenuadas, como gotas de agua
que en su cauce transportan cansinas melodías.

Siempre el mismo poema, siempre las mismas notas
brotando desde un alma rota y desafinada,
siempre haciendo preguntas sin hallar las respuestas,
sin saber, por ejemplo, el por qué de noviembre.

Poema repetido,
frases, palabras, sílabas que a solas me delatan,
fragmentos de mí mismo que en vano reconstruyo,
hojas de calendario que perdí sin saberlo.

Igual que el río Duero al que cantó Gerardo
yo escribo el mismo verso desde que era un muchacho.

© Juan Ballester

lunes, 14 de diciembre de 2009

Hoja de almanaque

Sobre un papel amarillento y mustio
que cuatro años después te está esperando
deslizo el aguijón de las palabras
para hablar aún de ti, mi reina pobre.

De ti, mi flor de pétalos cansados,
de ti, mi oscura luz en el camino,
de ti, que solo tienes el tesoro
distante y dolorido de mis versos.

Cuánta arena se vierte en los relojes,
cuánta noche se apaga sin usarse;
soy tan viejo que ya no sé perderte
y me callo por miedo a tu silueta.

Amor, reina sin trono, piel de luna,
argumento constante de mi boca,
te espero en el umbral de los silencios
donde los besos mueren, suavemente.

© Juan Ballester

sábado, 12 de diciembre de 2009

Poema con sombrero de paja

De repente una tarde
miras el cielo azul del horizonte
y piensas: Es hermoso seguir vivo,
respirar y reír y hacer de vientre
y sentir las palomas recorriendo los parques,
barriendo las aceras.

De repente te encuentras
con los bolsillos llenos de burbujas,
con los ojos cambiados
mirando de otra forma aquello que creíste
carente de interés y de belleza
y piensas: Tengo suerte
de haber llegado aquí, hasta este día,
hasta este instante mismo que me espera
con los brazos abiertos.

De repente percibes
tu corazón latiendo nuevamente,
y en tu mano rebosan
los versos que creías que nunca llegarían
y piensas: Soy el mismo
que ayer estaba muerto, que arrastraba
un desierto de arena inútilmente,
el mismo que perdía las estrellas
por los pliegues del alma.

De repente aparece
en todo su esplendor la primavera.

© Juan Ballester

jueves, 10 de diciembre de 2009

Poema para un día cualquiera

Te escribo este poema porque me da la gana,
porque sí, porque quiero, porque me ha apetecido,
porque es viernes o lunes, o cualquier otro día,
porque hace sol o llueve, porque es octubre o marzo.

¿Qué razón ha de haber, quién podría impedirlo,
evitar que los versos fluyan hasta tu encuentro,
quién podría ponerle freno a mi corazón,
mordazas a mi boca, grilletes a mis manos?

Te escribo, sí, un poema que no trata de nada
o que quizá, quién sabe, trate también de todo,
de tu voz, de tu risa, de tu piel, de tu ombligo,
de tu pelo y tus ojos, de tu vientre y tus uñas.

Sé que no dice mucho, que está lleno de viento,
que parece un papel de renglones torcidos,
mas no hay frases ni versos que puedan abarcarte,
ni palabras ni sílabas para expresar tu rostro.

Te escribo pues y lo hago esta tarde corriente,
cuando en los calendarios no es martes ni domingo,
ni es abril ni es agosto ni los relojes vuelan
y el silencio es tan sólo un beso entre paréntesis.

© Juan Ballester

martes, 8 de diciembre de 2009

El sapo y la princesa

¿A qué puedo aspirar, pobre de mí, batracio,
sin suerte y sin fortuna, en pos de una princesa?
¿A qué, si apenas quedan manjares en mi mesa,
si vivo en una choza en lugar de un palacio?

¿Qué puedo pretender, yo, despreciable rana,
desde mi humilde charco, húmedo e insalubre?
Si apenas tengo un techo y un trapo que me cubre,
¿cómo puedo soñar con ser feliz mañana?

¿Cómo intento alcanzar, -yo, simple animalucho-,
un baluarte sagrado, un territorio hostil?
¿Cómo puedo urdir planes, ser tan abyecto y vil,
qué hechizo me ha embrujado, a qué demonio escucho?

¿Qué hago escribiendo versos, negando que soy sapo,
a una mujer que incluso ignora este tormento?
¿Cómo soy aún tan necio de creer en el cuento,
que ha de bastar un beso para volverme guapo?

Me he de quedar sin habla, chapoteando en el lodo,
fantaseando en secreto con salones y alfombras
hasta que poco a poco me devoren las sombras
y todo lo que quede sea un recuerdo, todo.

© Juan Ballester

domingo, 6 de diciembre de 2009

La merienda

¿Qué he merendado hoy, que toda la nostalgia
parece visitarme, recorrerme cruelmente?
¿Qué he comido, qué fue, para que ahora tenga
esta arena en la piel, este oscuro pasillo?

¿He merendado nubes, o acaso vertederos,
o quizá dos billetes rumbo a ninguna parte?
¿Fue que soñé con gatos, que mordí las estrellas,
que comprendí a los locos, que me herí con un verso?

No sé si pudo ser el calor, las campanas,
el pañuelo arrugado, la escarpia tras la puerta,
si fueron las canciones que jamás he escuchado
o simplemente el viento que me dejó una carta.

No sé lo que he tomado para volverme oscuro
justo cuando debía dialogar con los árboles,
pero ahora me siento como arroyo sin lengua,
como volcán sin manos, como piedra sin dedos.

He merendado hogueras, polvo de los casinos,
aulas sin estudiantes, juguetes destrozados,
tal vez zumo de arañas, licor de despedida,
ventanillas de banco o camas de hospitales.

Esta tarde me encuentro lejos de las alondras
y no sé qué he comido, qué me ha sentado así,
miro pasar dos coches, escribo este poema
y hasta le pongo fecha: Madrid, tantos del tal.

© Juan Ballester

Escúchalo recitado en mi propia voz pinchando aquí:

http://www.goear.com/listen/a49eab4/La-merienda-juan-ballester

viernes, 4 de diciembre de 2009

Tobogán [eternal circle]

Mi vida es un constante sube y baja,
un tobogán de luces y de sombras.
Igual estoy feliz que me entristezco,
unas veces soy libre, otras esclavo.

Subo hasta el verso, escalo hasta unos labios,
llego a la flor oculta y al querube;
bajo después rodando hasta el silencio,
hasta el hambre voraz del almanaque.

Subo a la risa, bajo hasta la lágrima,
de nuevo me encaramo a la amapola,
desciendo bruscamente hasta quedarme
como los trenes llenos de preguntas.

Trepo hasta el sol, me caigo hacia los peces,
asciendo una vez más como los pájaros,
me desplomo sin nombre y sin garganta
hacia el confuso reino de mí mismo.

Siempre subir, bajar... siempre dos rostros,
alfa y después omega, fuego y agua,
siempre mendigo y rey de lo improbable,
con vocación frustrada de ave fénix.

© Juan Ballester

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Fe de erratas

Donde dije "dolor" diré "consuelo"
y donde puse "llanto" pondré "risa";
en lugar de "tormenta" será "brisa"
y aquello que era "infierno" que sea "cielo".

Lo que llamé "tropiezo" llamo "vuelo"
y cuando hablé de "urgencias" es "no hay prisa";
"libertad" cambiaré por "cortapisa"
y "conciencia tranquila" por "desvelo".

Tacho "vergüenza" y que se lea "orgullo"
reemplazo "la espina" por "la rosa"
y "lleno" sustituye a aquel "vacío".

Escribo "avanzo" donde puse "huyo",
quito ese "fea" y pongo a cambio "hermosa",
y donde conste "ajeno", diga "mío".

Y no es un mal avío
poner por fin un "vive" en vez de un "mata"
y limpiar del poema tanta errata.


© Juan Ballester

martes, 1 de diciembre de 2009

Cuando la luz me falte

Cuando la luz me falte
enterradme en sus brazos,
no en el suelo o en el agua ni en el cielo,
sino junto a su pecho.
Que nadie nos separe,
que nadie intente hacernos diferentes,
yo quiero descansar entre sus senos
tantas veces amados.

Cuando el latir se acabe
y no pueda besar sus labios complacientes,
enterradme en su rostro
donde las flores crecen cada día,
donde un verdor inmenso se adueña de sus prados
y los pájaros trinan la hermosura
de sus ojos.
Ponedme
de cara a su sonrisa,
de cara a sus palabras y a sus actos
y así no moriré
aunque ya me haya muerto.

© Juan Ballester

sábado, 28 de noviembre de 2009

Poema del trueno

Matón de las alturas, insolente,
catarata que ofende los oídos,
vozarrón que amedrenta hasta los nidos,
perseguidor de rayos persistente.

Gamberro de los cielos, delincuente
recitador de eructos y gruñidos,
ogro que llena el aire de alaridos
y que rompe a llorar como una fuente.

Perturbador de nubes, roba-sueño,
temblor que hasta a las piedras atormenta,
tirano sin razón porque habla a voces.

Pregonero escapado de su dueño,
muchedumbre sin pan que se violenta,
pegaso que al volar reparte coces.


© Juan Ballester

jueves, 26 de noviembre de 2009

Poema del rayo

Sacacorchos de fuego malherido
que ilumina la noche con su furia,
grito sin voz que sin embargo injuria,
heraldo del espanto sin sonido,

lengua de destrucción, como un latido,
orgía de los cielos que es lujuria,
látigo del dolor y la penuria,
monstruo que anuncia lágrima y gemido.

Serpiente que amenaza el firmamento,
tirano sin pulir, de un solo trazo,
luciérnaga violenta que arrebata.

Instante de pavor que asusta al viento,
ráfaga de silencio, ramalazo,
irrefrenable espasmo que nos mata.
© Juan Ballester

martes, 24 de noviembre de 2009

Ejercicio

Triste papel en blanco donde naufrago
una noche tras otra, a la deriva
bebiéndome los versos trago tras trago
hasta dejarme el alma en carne viva.

Escribir... Duro oficio, ardua tarea,
inútil ejercicio, vano alimento,
espiral sin retorno que me marea,
corona de laurel que lleva el viento.

Cuántas horas de sueño desperdiciadas,
cuánta tinta llorada inútilmente,
cuántas veces mis dedos fueron espadas
tratando de encontrar nueva simiente.

Triste página en blanco, triste castigo,
pedernal que me astilla, que me magulla,
que me hace decir cosas que no las digo,
que me atrapa en sus redes por más que huya.

© Juan Ballester

domingo, 22 de noviembre de 2009

Pájaros en la cabeza

Ahí están nuevamente, llenando cada instante
de unas raras cosquillas y un gesto inexpresivo,
renovando mis ansias de seguir adelante
gritando, porque puedo, que existo aún, que vivo.

Suenan como burbujas, flotan como algodones,
invaden mi cabeza y adormecen mis canas,
los escucho al vestirme, al abrir los cajones,
al tenderme en el lecho, al nacer las mañanas.

Son pájaros, no hay duda, trinan en mi cerebro
con invisibles notas de color y de plumas,
ellos son la alegría, el tiempo que celebro,
la luz que difumina mis permanente brumas.

Fantasías, proyectos, tal vez sólo locura,
quizá sólo recuerdos de lo que nunca tuve,
cantos sin voz que abren la férrea cerradura
de esas penas que siento blandas como una nube.

Ahí están nuevamente, alados inquilinos,
trozos de lo que he sido, fantasmas de mi ausencia,
guardianes de esos sueños que pueblan los caminos,
pájaros, simples pájaros, vestidos de inocencia.

© Juan Ballester

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poema con forma de costilla

Se perderán los ojos.
Se quedarán perplejos contemplando
el profundo latir de los vencejos
describiendo en el cielo
imágenes que afloran por profundos barrancos.

Se quemarán los párpados, los rostros
de los que ya no gritan,
de los que ni siquiera se alimentan
de sórdidas visiones al borde del insomnio.

Se arrasarán de llanto las pupilas
como piedras lanzadas en plena primavera,
y se irán simplemente
a confundirse luego con los que nada saben
de rojas epidemias.

Se secarán los ojos como lobos revueltos
fatigados de tanto
buscarse en el silencio cristalino,
y un lecho de hojas secas
cubrirá torpemente su impalpable ceguera,
su bienestar eterno.

Se perderán los ojos
antes de que las nieves se invadan de negrura,
antes de que las piedras aúllen su inocencia,
antes de que se ponga
la máscara interior que adormece los campos.

Se quedarán vacíos,
anudados al mar de los recuerdos.

© Juan Ballester

jueves, 19 de noviembre de 2009

Los secretos del banco


Este banco olvidado,
húmedo y quebrado,
de aspecto tan lamentable
es lástima que no hable.
Si pudiera, cuántas cosas nos diría,
cuántas anécdotas contaría.
Qué secretos guardará este asiento,
este banco oxidado y macilento,
cuánto descanso de vagabundos,
citas de trotamundos,
reposo del cansado,
soledad del marginado,
lectura del ocioso
o del estudioso.
Lleva en su espalda grabado
el mensaje de algún enamorado,
tiene signos de haber sido antes
cama para los emigrantes,
distracción de los gorriones
o reunión de ladrones.
Recuerda mucho a ese otro Banco
con su fachada de blanco
en donde se guarda el dinero,
pero a éste lo prefiero
porque es más entrañable.
¡Qué pena que no hable!
De cuánta vida será testigo
este buen amigo,
cuánto soñador solitario
se habrá sentado a diario
siguiendo una vieja costumbre
en su madera y su herrumbre.
Cuántas citas amorosas,
cuántas rimas, cuántas prosas
se habrán gestado en su seno
aunque esté de polvo lleno.
Y ahora, el Ayuntamiento
sin ningún miramiento
ha decidido mandarlo al desguace
para que otro le reemplace.

Pobre banco envejecido y feo,
ni siquiera te mandan a un museo;
tú, de aspecto tan arcaico,
tendrás final más prosaico:
tu asiento de madera
arderá en una hoguera
y tus corroídas barras
serán las reinas de las chatarras.

© Juan Ballester

martes, 17 de noviembre de 2009

Sebastián ha vuelto a llamar

Sebastián ha vuelto a llamar. Ya casi me había olvidado de él, de su desa­gradable tono de voz y sus ademanes autoritarios. Incluso tenía el con­ven­cimiento de que no volvería a importunarme, pero en cambio hoy me ha telefoneado de nuevo.

Recuerdo ahora la tarde en que nos conocimos, una tarde envuelta en tristeza, empapada en lluvia de noviembre. Yo me había refugiado en unos soportales viendo caer el agua, viendo cómo me salpicaba los zapatos, cómo las gotas rebotadas impactaban suavemente en mis piernas sin me­dias, con aquel paquete envuelto en papel de colores que yo aferraba contra mi pecho para evitar que se mojara.
Realmente el café con su rótulo luminoso estaba sólo a unos cuantos pa­sos de dis­tancia, y allí me pareció que podría sentirme confortable y fumar un cigarrillo tran­quila. Crucé la estrecha callejuela a toda velocidad, con la tor­peza que imponían mis zapatos de tacón excesivamente altos y la falda estrecha que limitaba mi capacidad locomotriz. Iba casi a ciegas, con la cabeza hacia abajo y las manos aferradas en torno a la abertura del abri­go, en donde estaba oculto el regalo que acababa de comprar.
Tomé asiento en el casi único hueco disponible del local, compartien­do mesa con una pareja de estudiantes enfrascados en un problema de química o algo parecido, y que habían desparramado sus apuntes por la mesa. Al llegar yo, pusieron un poco de orden para dejarme espacio libre, y al pasar el camarero le pedí un café con leche.
A través del ventanal empañado apenas podía distinguir el exterior, esa noche que lo invade todo en las tardes de otoño. De cuando en cuando distinguía los faros de un vehículo o la borrosa silueta de los viandantes que cruzaban raudos bajo el aguacero. Inconscientemente escribí con mi dedo un nombre sobre el cristal, y, como si fuera una colegiala pillada en falta, lo borré rápidamente con la palma de la mano, produciendo un hueco de claridad en el ventanal que me permitía ver mejor la escasa actividad que tenía lugar en el exterior.



Abrí el bolso y encontré el libro que últimamente estaba leyendo. Lo abrí al azar, como un aventurero que se adentra en selvas de misterio y fascina­ción, y leí un breve poema titulado "Tus ojos". Ya lo conocía de otras veces, pero en cada reencuentro con esos versos descubría un océa­no de nuevas sensaciones. Me gustaba paladearlos despacio, releyendo cada ren­glón, analizando cada palabra desafiante y hermética. Luego, aban­donando esos parajes fascinantes, elegí otra página y mis ojos ate­rrizaron en otro paraíso de rimas elegantes que describían escenas de amor sin límite.
Podía estar así durante horas, disfrutando uno a uno del casi centenar de poemas salidos de la pluma de aquel autor casi desconocido. Podía invertir la tarde entera si era preciso sin agotar el caudal de sensaciones que sus versos me transmitían. No importaba que hubiera mucho ruido a mi alrede­dor, o que la estancia estuviese mal iluminada; no importaba que la gente me pudiese tildar de cursi o de bicho raro. Para mí, había pocos placeres com­parables al de disfrutar con ese poemario recu­bierto de tapas de color amarillo.
Fue entonces cuando los estudiantes de química recogieron sus bár­tulos y dejaron libres sus asientos. Yo me sentí un poco aliviada, porque antes habían estado tratando de husmear en mi lectura, de penetrar en mi intimi­dad, de ensuciar con sus ojos las páginas de mi libro predilecto. Yo lo guar­daba como una madre celosa, como un tesoro que no estaba dispuesta a compartir con extraños, e incluso podía sen­tir a menudo que el libro se des­pe­rezaba en mis manos al saberse a salvo de tes­tigos indiscretos. En cierta forma, el libro tenía una especie de vida propia, sabía cuándo había que es­tar alerta y cuándo podía mostrarme todo su esplendor sin re­servas, cuándo era mejor permanecer oculto en las profundidades de mi bolso o cuándo era conveniente salir a respirar aire fresco. Incluso al abrirlo yo al azar era él quien decidía qué página resultaba la más adecuada para la ocasión según mi es­tado de ánimo.

Sebastián ha vuelto a llamar, a rogarme que nos veamos de nuevo, que le con­ceda otra oportunidad; ha vuelto a desplegar esa sarta de mentiras a la que me tiene acostumbrada.

Unos cuantos latidos de corazón más tarde apareció él, con una cerveza en la mano y una sonrisa amplia. Tenía un aire de suficiencia que no acaba­ba de gustarme, y me miró fijamente desde el fondo de sus ojos oscuros. Mi reacción inmediata fue cerrar el libro, como movida por un re­sorte, para evitar que se pusiera a hacerme preguntas estúpidas acerca de mis gustos literarios, o quizá para preservar el secreto que me unía al autor de esos ver­sos. Debí ponerme nerviosa porque, aunque traté de camuflarlo rápida­mente en el interior de mi bolso, se enganchó en el cierre y se quedó pren­dido en el vacío, en equilibrio, en un terreno de nadie.
El hombre se sentó en frente mío, mirando hacia cualquier parte pero en realidad mirándome a mí con disimulo. No podía negar que se trataba de un ligón, bien trajeado y pulcramente afeitado, con plena confianza en sus mé­todos de abordaje, y aunque pude haberme levantado, en la calle seguía lloviznando y no tenía en realidad nada mejor que hacer hasta la noche. Yo había apurado mi consumición, pero el lugar resultaba acogedor y conforta­ble. Me dije que lo mejor sería seguir como si tal cosa, ignorando la presen­cia del recién llegado. Noté además en las páginas de mi libro una cierta ten­dencia a desplegarse delante de aquel desconocido, como si lo aceptara, como si le diera de alguna forma el visto bueno. De forma que lo tomé de nuevo entre mis manos y encontré en la página catorce uno de mis poemas favoritos, el que co­mien­za: "Hoy te envuelvo en mis sueños como arrullo los pétalos ..."
Noté que él desviaba imperceptiblemente la mirada hacia el libro, aun­que desde su ubicación era imposible que pudiera distinguir su conte­nido. Yo traté de dejar una mínima abertura, pero era como si luchara con­tra esas páginas rebeldes que sorprendentemente trataban de abrirse.
Levanté los ojos y me desarmó su amplia sonrisa. Ahora parecía un buen hombre, agradable y culto, y aunque estaba pendiente de mí, tampoco me agobiaba ni se ponía pesado. Era como si pudiese esperar pacientemen­te, como si estuviera dispuesto a poner en marcha toda la máquina de la seduc­ción. Pero lo que más confianza me dio fue que el libro, como digo, también me impul­saba hacia él.
Muy pronto se inició una tímida conversación a base de preguntas rutinarias y respuestas en monosílabos. Supe que se llamaba Sebastián Almeida, que era agente de seguros y que vivía a pocas manzanas del lugar en que nos encontrábamos. No parecía muy entusiasmado por la poesía; de hecho confesó tener muy poco tiempo para la lectura. Se ve que era un tipo práctico, de esos que sólo viven para ganar dinero. Obviamente le interesaba yo, estaba muy solo des­de el fracaso de su anterior matrimonio y tal vez pretendía recomenzar de nuevo, o quien sabe si buscaba únicamente una aventura pasajera.
A pesar de su aspecto agradable, no me apetecía entrar en relación con alguien de apariencia tan materialista y que exhibía una sonrisa estúpida cada vez que le mencionaba a Yeats o a Alfonsina Storni. Esas cosas no en­traban en su mundo, y hubiera sido una traición por mi parte arrinconar en ese momento a Alberto, el autor de mis versos favoritos, para en cambio centrar mi atención en aquel sujeto.
Me levanté y pagué la cuenta. Salí del local sin volverme siquiera, mientras ocultaba el libro en el bolso. Ahora llovía menos, y sin pararme a comprobar si me seguía, alcancé un autobús al azar, rumbo a ninguna parte.

Sebastián ha vuelto a llamar. Me llama a cada instante, a cualquier hora, y apenas distingo que es él, cuelgo el auricular.

Volví a encontrarlo un par de semanas más tarde, en la cola de un hiper­mercado. A veces pienso que hubo algo más que casualidad en todo eso, como si un imán misterioso o un hilo invisible se estuviera encargando de acercarnos, de unir nuestros destinos.
No pude esquivarle; no me apetecía hablar con él, pero cuando le descu­brí ya era tarde. Él en seguida me reconoció y me obsequió con una de esas amplias sonrisas tan características. Hablamos de cosas intras­cen­dentes, de temas convencionales, y me invitó a llevarme a casa en lugar de tomar un taxi como solía hacer. No pude negarme esta vez, él mismo colo­có las bol­sas en el maletero de su coche.
- Vivo en ... -pero le di una dirección falsa, para evitar que se pusiera a espiarme o a seguirme. No quería complicaciones con extraños.
Noté que el libro palpitaba en el interior de mi bolso. De alguna forma, también él había reconocido a Sebastián y luchaba por abrirse paso hacia afuera. Yo me preguntaba qué tendría ese hombre tan superficial para provocar un fenó­meno semejante. Y fue él, Sebastián, el que precisamente me preguntó si es­taba leyendo todavía el volumen de versos.
Hubiera preferido no hablar de eso, mantener intacta esa faceta de mi in­timidad, ese universo propio que hasta entonces no había querido com­partir con nadie, pero una irresistible fuerza interior me llevaba a romper esa nor­ma básica. Contesté con evasivas a sus preguntas, como para no darle im­portancia, a ver si por fin cambiaba de tema. Pero él insistía en interro­garme acerca de mis preferencias literarias. ¿No había mostrado la otra vez una to­tal indiferencia por la poesía? Pues ahora se comportaba como si de la no­che a la mañana hubiera modificado sus hábitos, como si se hubiera puesto al día empapándose de conocimientos como un vulgar ratón de biblioteca. Sea como fuere, lo cierto es que allí estábamos, rodando por las calles, ha­blando de Dylan Thomas y de Pasternak, mientras que mi libro se revolvía de gusto en el interior de mi bolso.
Aquella noche cenamos juntos y más tarde fuimos a un hotel. La verdad es que íbamos bastante bebidos por culpa de la botella de vino de la cena que Sebastián se empeñó en que debíamos terminar, y por si fuera poco, que si un whisky por aquí y un cubata por allá. En fin, lo de siempre, ya se sabe.

Sebastián ha vuelto a llamar. Me insiste con sus mentiras, con sus zala­merías verbales tratando de lograr sus objetivos. Pero ya no quiero saber más de él.

Así fue como iniciamos una relación más o menos estable y al mismo tiempo esporádica. Nos veíamos sin horario fijo, siempre en su aparta­men­to, porque allí era más discreto. Bastaba un telefonazo a cualquier hora del día para que de inmediato fuese a caer en brazos de mi amante. Bien es cierto que a mí no me agradaba del todo esa espiral en la que parecía estar sumiéndome, sentía algo desconcertante en su comportamiento: lo mismo se mostraba un ser delicado y amable que un tipo grosero y sin modales. Y en especial me disgustaban sus constantes cambios de humor. Pero le que­ría a pesar de todo. Y mi libro de versos también, también le quería.
Hasta que una tarde se produjo una especie de milagro, una coin­ci­dencia asombrosa. Él estaba en la cocina preparando algo de comer, de forma que me había quedado sola en el dormitorio. Me puse el camisón y salí al salón a buscar un paquete de cigarrillos. Sin poderlo evitar, empecé a echar un vistazo a las estanterías, que es una de las cosas que más me han fascinado desde que era una niña. En su apartamento abundaban los ador­nos de por­celana y las láminas de pájaros dibujadas por artistas del siglo diecinue­ve, pero también encontré una buena cantidad de libros. A base de repetirlo, he aprendido a distinguir a las personas en función del tamaño y características de su biblioteca. Y allí había un poco de todo, desde una co­lección sobre téc­nicas de desarrollo personal, hasta los inevitables ma­nuales sobre segu­ros y legislación mercantil; pero lo que más me interesó fue una pequeña sección de libros de versos, de los que Sebastián hasta en­tonces no me ha­bía hablado y que no había tenido tiempo de examinar con detenimiento durante mis visitas anteriores.
He dicho que se produjo una especie de milagro, y es que, ocul­to detrás dos gruesos volúmenes de poesía norteamericana contemporánea, hallé un ejemplar igual al que yo siempre lle­vaba en el bolso. Y para mayor asombro, luego de extraerlo con sumo cui­dado, descubrí que estaba firmado en la primera página por el propio Al­berto Echeverría. ¡Era increíble! Me había estado mintiendo todo ese tiempo diciéndome que no había oído hablar nunca de él y resulta que hasta le había visto en persona.
Me puse furiosa, porque no me gusta que nadie se burle de mí. Y volví a colocarlo en su sitio deprisa y co­rriendo porque oí los pasos de Sebastián acercándose por el pasillo. De momento no dije nada; tiempo tendría para averiguar por qué me lo había ocultado.

Sebastián ha vuelto a llamar, suplicándome como un niño que vaya a su apartamento o que quedemos citados en el lugar que yo prefiera, que olvide cuanto ha sucedido, que no le deje con su angustia recomiéndole las entra­ñas.

Nuestra relación se prolongó aún por un tiempo. El sorprendente descu­brimiento no fue lo bastante trascendente como para romper de golpe todo cuanto habíamos construido juntos, pero sí vino a enturbiar un poco más la situación. Para bien o para mal, él era uno de los trescientos privi­legiados que en este mundo poseían un ejemplar de "Perlas de tu Memoria". Segura­mente por este motivo mi libro se había comportado con tanta in­quietud en su presencia, pero no lograba comprender cómo Sebastián se mostraba tan indiferente cuando le hablaba de Alberto Echeverría o de su obra.
Una tarde -era el mes de mayo y asistíamos a una cena en homenaje a uno de sus compañeros- su cinismo llegó a un punto que se me hizo in­so­portable. Y es que no sólo puso en ridículo delante de sus amigos mi pa­sión por la poesía, sino que además blasfemó no sé qué calumnias contra el autor de mi libro favorito. Afirmar que "ese tío" era un mamarracho cons­tituía de por sí una afrenta bastante grave, pero añadir a continuación que probablemente fuese marica colmó todos los recipientes de mi pacien­cia.
Le dejé plantado en medio del restaurante, con su sonrisa irónica y su flor en la solapa, con su perfume a jazmín y su asquerosa vanidad.
Anduve durante casi una hora por las mal iluminadas aceras, dejando pasar varios taxis libres. Necesitaba tomar el aire, desprenderme de esa en­voltura viscosa que me tenía aferrada a un sujeto tan incalificable como Sebastián. Lloré, mientras apretaba contra mi pecho el lujoso bolso en cuyo interior reposaba mi inseparable volumen de versos. A la luz de una farola lo abrí, me senté en el suelo húmedo y sucio y comencé a leerlo entero, desde la primera página: "No hay candor más allá de tus pupilas ... "

No volví a verle ni a saber más de él durante tres semanas. Más concre­ta­mente hasta ayer, en que me ha telefoneado una y cien veces, y aunque dejo descolgado el aparato para no oír ese zumbido enloquecedor, todavía re­suenan en mis oídos sus últimas palabras susurradas a través del auricular, ésas que nunca debía haber pronunciado, ésas que desde un prin­cipio sos­peché, ésas que han destruido lo único que verdaderamente amaba en esta vida: "Escúchame, Carmen, yo soy Alberto, yo soy Alberto Echeve­rría".

© Juan Ballester

lunes, 16 de noviembre de 2009

Y mi sopa se enfría

Me enfrento a tu mirada,
a ese toro de lidia que corre por la arena
caliente de mis versos,
a esa bestia profunda y asustada
que en silencio presiente su agonía
... y mi sopa se enfría.

Me revuelco en el barro,
en el lodo inquietante de tus ojos
que me limpia por dentro,
que me llena de estrellas, de burbujas,
de ortigas, de poesía
... y mi sopa se enfría.

Me pierdo entre cristales,
en un caleidoscopio que repite tu imagen
más allá de esta noche,
más allá de estos huesos que me cubren
de sórdida pasión y algarabía
... y mi sopa se enfría.

Me entrego a la añoranza
de una frutal caricia envenenada
mientras las sombras caen sobre mi paraíso,
sobre mi piel cansada de esperarte,
de saber que eres mía y no eres mía
... y mi sopa se enfría.

© Juan Ballester

domingo, 15 de noviembre de 2009

Suena un violín

Suena un violín, un triste gemido
que se arrastra en equilibrio por las cuerdas
donde duermen como pájaros las notas
de una sonata.

Suena un violín, suena una música
en el silencio de una esfera plateada
que da vueltas y vueltas y vueltas
siempre encerrada.

Suena un violín, y a la vez no suena
el armazón de madera con orejas,
simplemente gira y gira y se marea
el pentagrama.

© Juan Ballester

jueves, 12 de noviembre de 2009

La noche sin título

Otra noche el recuerdo viene a martirizarme,
a robarme el descanso, a privarme del sueño;
a emborronar cuartillas donde pongo tu nombre,
a sufrir calabozos sin más luz que tus ojos.

Otra noche llamando a puertas que no existen,
añorando caricias que no me pertenecen,
sin esperanza alguna de hallar algún resquicio
y escapar de este absurdo que dura demasiado.

Cómo entender la noche, cómo explicar que apenas
han sido dos las veces que he bebido tu rostro,
y que en cambio no duermo ni pienso en otra cosa
que en jardines y bosques con tu piel y la mía.

Cómo ponerle título a esta fiebre enfermiza
que nació en una esquina y llega hasta la almohada,
Cómo admitir estrellas, campanas, hemorragias
cuando el verano acaba y la ciudad despierta.

Otra noche en barbecho plantando cara al miedo
sin otra compañía que un borroso recuerdo
mientras por los tejados los gatos se emparejan
y hasta en los hospitales se reparte ternura.

Otra noche de urgencia, de relojes calientes,
de sílabas sonoras y de luna escondida,
víspera de la nada, sabiendo que mañana
ni siquiera el periódico hablará de nosotros.

© Juan Ballester

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Pienso, luego existes

Kilómetros después detengo el coche
en el arcén. Cruzo la carretera.
Al fondo, una nevada cordillera,
a la izquierda, el misterio y el reproche.

Tomo un camino. Luz para mi noche,
luz para mi angustiada primavera.
Llego a una casa. Miro desde afuera,
tiene que ser la meta, el fin, el broche.

Un letrero en la puerta. Esto es la isla,
el terreno enemigo, mi conquista,
la recompensa de mis horas tristes.

Pero el silencio gélido me aísla
de ese mundo privado ante mi vista
que observo mientras pienso, luego existes.

© Juan Ballester

lunes, 9 de noviembre de 2009

Una historia real [man in the long black coat]

Érase alguna vez, lejos, muy lejos,
tan lejos que quizá fuese verano,
un hombre colocado ante una máquina
con la mente perdida en otros mundos.

Ese hombre trataba inútilmente
de mirarse por dentro y comprender
el por qué de sus manos sin semilla
o el por qué de sus labios detenidos.

Con la vista perdida ante un cristal,
con los dedos ansiosos de palabras,
las teclas le tentaban cual sirenas
con acordes melódicos y falsos.

Y el hombre, resignado con su suerte,
se dejaba llevar por esos cantos
sin saber que la tarde era de roca
y su alma ligera como pluma.

Y escribía poemas, reflexiones,
palabras que trataban de explicar
lo que acaso los pájaros supieran,
lo que quizá la mar le susurraba.

Era un hombre sentado ante sí mismo
mirando avergonzado en su interior
mientras la nieve ardía en sus mejillas
y a lo lejos brillaban los semáforos.

© Juan Ballester

sábado, 7 de noviembre de 2009

La hora de partir

Es hora de partir, de alejarnos, mi amada,
con las manos vacías y con el alma llena.
Pero estarás tan cerca como lo está la brisa
y colmarás mis noches de verso y fantasía.

Es hora de partir, de partirnos, de amarse
a través del silencio del alma que nos duele.
Hasta mis esperanzas me saben hoy distintas
y el sol me alumbra menos mientras el tren avanza.

Es hora de partir. Qué fácil es decirlo,
qué fácil ensuciarse de palabras gastadas.
Pero tengo el secreto de tu boca florida
y esos ojos, dos peces, que nadan en los míos.

Es hora de partir, de quedarse soñando
con ese amor que, acaso, cualquier tarde retorne.
Pero nos queda risa mezclada con las lágrimas
y un nombre al que abrazarnos cada noche en la cama.

© Juan Ballester

jueves, 5 de noviembre de 2009

Lejana lejanía

Lejana lejanía en la ventana.
Llueve, quizá, dolor, melancolía.
Y yo entono una extraña letanía
recordando el ayer de esta mañana.

Lejana lejanía, tan lejana
como el silencio de mi boca umbría.
¿A quién podría ahora, a quién podría
contar que estuvo aquí, cierta y temprana?

Me arrastro por la ausencia y la desgana,
me mortifica el tiempo, la apatía,
y de nada me sirve la poesía
en esta noche cruel que se engalana.

¡Pensar que estuvo aquí y que la tirana
realidad me ha devuelto a la afonía!
¡Pensar que vuelvo a ser lo que solía,
pensar que en mi jardín ya no hay manzana!

Lejana lejanía de oro y grana
donde no queda espacio para el día;
lejana soledad... Pero fue mía
hace unas horas solo, esta mañana.

© Juan Ballester

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Cubo de basura

Por las tardes de otoño muestras tu preferencia,
no por los largos días del cálido verano
en los que te desborda tanto residuo insano
soportando piltrafas y olores con paciencia.

Pero al llegar otoño, el de las tardes tristes
proporcionas refugio a esas hojas caídas
arrancadas cruelmente de sus tranquilas vidas
y con variados tonos de amarillo te vistes.

Se afanan las escobas formando grandes masas
con hojas como ésta, arrugada y marchita,
y la pala sin tregua sobre ti deposita
ese orgullo del árbol alto como las casas.

Y durante esos días, cubo de la basura,
convertido en morada de restos vegetales,
olvidas tus aceras y dejas tus portales
y crees ser un bosque pese a tu arquitectura.

© Juan Ballester

martes, 3 de noviembre de 2009

La palabra que cambió la Historia



En la plaza, una muchedumbre variopinta de hombres y mujeres se divierte, can­tu­rrea, juega, bebe, se enzarza en peleas o incluso dormita, a la puerta del palacio, por uno de cuyos balcones ha de hacer su aparición en breves minutos el ilustre per­sonaje de la vida local.
-¡Que salga ya, que queremos irnos a casa! –exclama alguien, impaciente.
Una moza sufre las acometidas de dos muchachos, que, medio borrachos, quieren levan­tarle las faldas y meterle mano por el escote.
-¡Que salga ya, que salga ya! –empiezan a corear desde un sector de la expla­nada. Y ese grito pronto es un clamor unánime.
Al fin parece que se aprecia movimiento en el interior del palacio. Asoman algunos guardias y en seguida se aproxima hacia el exterior el gobernador, flanqueado por dos infelices, cabizbajos y maniatados, fuertemente custodiados por no menos de seis lan­ceros.
-Queridos conciudadanos –empieza su alocución en voz alta-: como sabéis, cada año al llegar estas fechas hay costumbre de liberar un preso. Mirad bien a estos dos infelices y decidme, ¿a quién queréis que indulte?
-¡A Jesús! –grita un desconocido, desde las primeras filas.
-¡A Jesús, suelta a Jesús! –corea la muchedumbre.
-Sí, libera a Jesús. Muerte a Barrabás –se escucha ya desde todos los rincones.
El gobernador alza el brazo imponiendo silencio.
-Soltad a este hombre -dice, refiriéndose al nazareno…
El tal Jesús, aturdido, eleva la vista al cielo, como no dando crédito a lo que acaba de suceder. Lo liberan, mientras se llevan al otro infeliz camino del Calvario. Cuando el tal Jesús sale a la inmensa explanada, ya todos se han marchado detrás del otro preso. Apenas unos pocos allegados le esperan.
-¿Qué hacemos maestro? –inquiere uno de ellos.
Pero el hombre al que llaman maestro no sabe qué responder. Se agacha, do­blando las rodillas y apoya una mano en el suelo. Sus sollozos se escuchan perfecta­mente rompiendo aquel eterno silencio.
© Juan Ballester

lunes, 2 de noviembre de 2009

Llámame por tu nombre

Llámame por tu nombre,
llámame aunque no venga,
haz mi hogar en tu boca
para darme existencia.

Guárdame entre tus sueños
con la ventana abierta,
que no falten mis días
ni se cierren mis puertas.

Préndeme en tu mirada,
en tus ojos sin penas
y veré lo que miras
sin mirarlo siquiera.

Llévame en tu recuerdo
guardado en tu maleta
y pondré en cada viaje
una esperanza eterna.

© Juan Ballester

sábado, 31 de octubre de 2009

Cuando tú ya no estés

Cuando tú ya no estés,
cuando las calles vuelvan a ser simples aceras,
levantadas, ruidosas, recubiertas de escombros,
cuando el otoño tiña de nostalgia
las hojas de almanaque que el tiempo va arrancando,
cuando tú ya no estés.

Se secará mi mano una mañana
cuando tú ya no estés,
volveré a la rutina de un despacho
donde mi piel se arruga,
callarán para siempre los teléfonos
cuando tú ya no estés,
se llenarán de polvo mis poemas,
de números, de cifras,
de silencio y de sombra y de nostalgia
cuando tú ya no estés.

Los relojes irán borrando tu recuerdo,
manchado de expedientes, de papeles,
de contratos en prosa, de recursos horribles,
cuando tú ya no estés.

Pero en alguna parte
tus ojos y mis ojos, y tu boca y la mía,
se quedarán por siempre entrelazadas,
reunidas en un verso
cuando tú ya no estés.

© Juan Ballester

miércoles, 28 de octubre de 2009

Temes perderme un día

Temes perderme un día, me confiesas,
temes que ya no esté, que me haya ido,
que nuestros sueños cambien de sentido,
que se acabe este pan en nuestras mesas.

Temes que nuestras alas, ahora presas
de un raro bienestar que no hace ruido
abandonen las ramas de este nido
para emprender quizás otras empresas.

Mas no me perderás, porque mi norte
ha puesto rumbo al sur con paso firme
sin que el riesgo al naufragio nada importe.

No he de dar marcha atrás, no, no he de irme
pues tú eres mi frontera y pasaporte
y el faro luminoso donde asirme.

© Juan Ballester

lunes, 26 de octubre de 2009

Justo antes

"But just before the Snows"
Emily Dickinson

Justo antes de las nieves me levanto
y hablo con las raíces de estos brazos;
no encuentro ya palabras, son retazos
de algo que no es un verso ni es un canto.

Justo antes del otoño, y con espanto
me recubro de piedras y arañazos
que dibujan mi vida a grandes trazos
haciéndome sufrir y penar tanto.

Justo antes de una boca despoblada
quiero gritar al viento lo que callo,
este no ser de nadie y no ser nada.

Justo antes de doblarme por el tallo
y dejar esta piel que es mi morada,
esta arrugada piel donde me hallo.

© Juan Ballester

sábado, 24 de octubre de 2009

El hombre del parque

Hay un hombre en el parque que alimenta palomas
con un abrigo gris y barba de tres días,
no le importan las tardes ni húmedas ni frías
ni el montón de chiquillos con sus burlas y bromas.

Ese hombre carece de hogar y de amistades,
-la manta y la botella únicas compañeras-,
vive siempre en la calle, durmiendo en las aceras,
lo conocéis de sobra en todas las ciudades.

Junto a un banco se apilan todas sus pertenencias,
sabe Dios qué tendrá, con su triste destino,
tal vez algo de ropa, quizá un plástico y vino,
el bálsamo que suele curar muchas dolencias.

Pero sí tiene algo, tiene aún el consuelo
de ver esas criaturas emplumadas y fieles
que en las brumosas tardes salen de La Cibeles
y acuden a su encuentro remontando su vuelo.

© Juan Ballester

jueves, 22 de octubre de 2009

Probablemente [most likely you go your way and I'll go mine]

esto es un poema o tal vez no
tal vez sea un perro o quizás
una piedra o acaso un fragmento de polvo
o a lo mejor es solamente un trozo de vida
que se quedó tirado en una esquina esperándome

no es un poema ni siquiera es prosa
son unos renglones escritos en un trozo de papel sucio
que hablan de cosas que probablemente
a nadie interesen
que tal vez ni me interesen a mí mismo

y lo peor es que nadie va a leer esto
pero aunque lo leyesen por casualidad
o por una debilidad si es que me decido
a guardar este papel arrugado y alguien lo descubre algún día
si alguien lo leyera repito
pensará que se trataba de un simple pasatiempo
de una forma estúpida de llenar unos mintos
de un modo un tanto peculiar de gastar una página
de una serie de palabras bobas enganchadas de cualquier forma
y cortadas en renglones como si fuera un poema
pero esto no es un poema
no es un trozo de vida ni tiene palabras sonoras
ni empleo bellas metáforas
ni recurro a la métrica ni al ritmo
no es un poema ni es una prosa
no son memorias ni olvidos ni vivencias ni sueños
no tiene temática ni cuento en él nada que merezca la pena
es solamente eso un pedazo de viento
que se llevó hasta los puntos y las comas
es una forma de decir que son las trece cuarenta
y hoy es veinticinco de agosto y esto es madrid
una ciudad medio paralizada por las vacaciones y el calor
en donde hay un tipo cualquiera
con la mente medio paralizada de tanto no pensar
en este día cualquiera en un semisótano cualquiera
con una ventana abierta desde la que solamente veo
un muro de ladrillo
en el que ni siquiera se posan los pájaros
esos gorriones que no conocen el mar
esos gorriones que no conocen el campo
y lo que es peor que ni siquiera me conocen
ni saben que hoy hablo de ellos
porque no encuentro nada mejor que escribir
en este trozo de papel arrugado que probablemente acabará en la papelera
o lo que es peor quizá lo guarde
y quizá algún día salga a la luz en un momento de debilidad
y que dirá muy poco acerca de mis aptitudes literarias
y que ni siquiera habrá servido para que el tiempo pase más deprisa
a las trece y cuarenta y seis de este extraño miércoles
de este extraño mes de agosto en esta extraña ciudad
en donde escribo el penúltimo renglón
que probablemente habrá de pesar como una losa
sobre mi conciencia

© juan ballester

lunes, 19 de octubre de 2009

Nunca es tarde

Yo he vivido en las sombras como un perro sin pan,
hasta quedar vacío de ambición y de sueños,
he vivido encerrado en mi propia inconstancia
sin comprender que el tiempo se alimenta de incautos.

Pensé que bastaría con cruzarme de brazos
y esperar que la suerte llamase a mi ventana,
creí que eran lo mismo las noches y los días
y que tras cada puerta me esperaba una reina.

Pero descubrí pronto que quien no siembra, muere,
y quien apuesta al cero, a la larga lo paga;
advertí que las manos que se cubren de arena
acaban siendo víctimas del dolor y el desprecio.

Yo he vivido de espaldas a la luz, al progreso,
a la flor, a la estrella, al ruiseñor, al aire,
he destilado lágrimas y malgastado trenes
mientras las madrugadas segaban calendarios.

Y al fin -pues nunca es tarde- he escapado del túnel
y he conocido el beso, la ambición y el descanso,
al fin me queda un trago y un pedazo de cielo
y estos versos que, acaso, sirvan para salvarme.


© Juan Ballester

domingo, 18 de octubre de 2009

Hablar contigo, verte

Hablar contigo, verte, qué delicia,
qué explosión de burbujas, qué tormento;
qué deseo de hartarme de alimento
si tu voz melodiosa me acaricia.

Cada fragmento de tu piel, inicia
una reacción extraña, un movimiento
brusco de mis sentidos, un violento
duelo de sinrazón y de avaricia.

Hablar contigo, verte, ¿no es acaso
el sueño irrealizable de un payaso
acostumbrado a burla y bofetadas?

Háblame, pon tus ojos en los míos
para llenar de agua estos dos ríos
que ya sólo perciben tus miradas.

© Juan Ballester

sábado, 17 de octubre de 2009

Poema para escribir un poema

Escribir un poema es mirarte a los ojos
cuando la luz comienza a iluminar el día,
y las palabras brotan cumpliendo mis antojos
al mirar tus pupilas, porque tú eres poesía.

Escribir un poema es escuchar tu voz
que sale de tus labios llenando el universo,
poniendo en cada sílaba una lluvia de arroz,
dejando cada frase convertida en un verso.

Escribir un poema es celebrar tu piel
que corre por mis dedos igual que el agua mansa,
es llenar de manjares la sed de mi mantel
pues mi mano hacendosa de escribir no se cansa.

Escribir un poema es pronunciar tu nombre,
misterio capicúa, escandaloso y breve.
Es hacerme en tus brazos esposo, amante, hombre,
pozo de tinta en donde mi pluma se conmueve.

Escribir un poema es declararme tuyo,
es entregarme todo, es desnudarme entero,
ofrecerte mi vida y decir con orgullo
que te quiero, y te quiero, y te quiero y te quiero.

© Juan Ballester

jueves, 15 de octubre de 2009

la guia de teléfonos

al fin y al cabo todos somos iguales
para ese grueso libro que de cuando en cuando vienen a dejarte en el felpudo de tu casa.
apenas hay pequeñas diferencias,
unos en la página cien y otros en la ochocientas,
unos en la primera columna y otros en la tercera,
en la página par o en la impar,
unos ocupando dos renglones y otros una breve línea.

tu jefe, el director del banco que no te concedió aquel préstamo,
el amigo de la infancia al que perdiste la pista hace ya tiempo,
el médico que te salvará la vida y el empleado que echará la última palada sobre tu tumba,
el vendedor de periódicos de la esquina,
el taxista que te llevó aquella noche y con el que apenas cruzaste dos palabras,
todos están allí, alineados, en perfecta formación,
como un ejército de seres anónimos que tienen vida propia.

todos están allí,
la novia que nunca tuviste,
el antiguo compañero de colegio,
el fontanero que podría arreglar ese molesto ruido de la cisterna,
el guardia que te multó aquel día que dejaste el coche en doble fila,
el tipo que te vendió el billete de lotería que no llegó a tocar,
o ese que curiosamente lleva tus mismos apellidos y al que no conoces de nada,
el señor aparicio, cabrera, durán, escudero, gonzález, ibarra, leyva,
la señora manrique, navarro, prados, ramírez, soto, torres, velasco.

todos están allí,
los extras de tu vida y los que alguna vez protagonizaron un episodio,
los que esperan, acaso, solo esperan que descuelgues el auricular y les des un pequeño papel,
los que solo son eso, una línea insignificante en medio de un desierto de cifras y palabras,
los que ya no figurarán en la próxima edición de la guía de teléfonos sin que sepas por qué,
los que visten corbata y llevan siempre una cartera llena de documentos,
los que no tienen nada en el estómago salvo frío y soledad.

al fin y al cabo todos somos iguales
en el extraño reino de los números de teléfono.


© juan ballester

miércoles, 14 de octubre de 2009

Soneto mudo

Vestido de palabras y desnudo
paso la noche a oscuras y en secreto.
Solo puedo escribirte este soneto
proclamándote a gritos, pero mudo.

Te recuerdo en silencio, y a menudo
hay visiones lejanas que interpreto;
te veo reflejada en cada objeto:
a veces eres tú, pero otras dudo.

La noche avanza pérfida, siniestra,
con risa sanguinaria y pies de plomo
y quisiera abrazarte, pero cómo.

Miro a mi alrededor. Todo se muestra
bajo el contorno gris de cien espejos
y te llamo sin voz, pero estás lejos.

© Juan Ballester

lunes, 12 de octubre de 2009

Viviendo

Vivir es una caja de sorpresas
donde todo es posible, donde todo
puede tener cabida de algún modo
en el amplio festín de nuestras mesas.

Vivir es como un álbum de promesas
que el tiempo a veces mancha con su lodo,
mas siempre aguarda un beso en un recodo
si vas al callejón de las Princesas.

Aprovecha la vida, que es muy corta
y juega tu partida, porque tienes
tu libertad, el bien que más importa.

No te empeñes en ver pasar los trenes
porque sólo el viajar nos reconforta
y los sueños cumplidos son tus bienes.


© Juan Ballester

sábado, 10 de octubre de 2009

El poema

El poema,
esa obsesión que quema,
esa sutil y brillante estratagema
que surge de repente, sin esquema,
el poema.

El poema,
frase de hiel con armazón de crema,
brillante lago donde el alma rema,
donde fracasa el plan y el teorema,
el poema.

El poema,
susceptible, capaz de cualquier tema,
joya verbal de calidad suprema,
deslumbradora gema,
el poema.


© Juan Ballester

miércoles, 7 de octubre de 2009

El tiempo en los espejos

A veces me pregunto
cómo puedo vivir teniéndote tan lejos,
cómo no me consumo
cada vez que recuerdo la distancia
que de tu boca hay hasta la mía.

Debería ser piedra o ser cascada,
debería ser barro o ser ceniza,
debería tener
el color de los barcos cuando dejan el puerto.
Pero en cambio me arrastro
buscando ansiosamente calendarios,
llenando de ansiedad esas fotografías
que mis ojos devoran cada noche,
que mis manos repasan
hasta aprenderlas casi de memoria.

No sé cómo soy hombre todavía
en vez de ser carreta, avión, tornado;
no sé cómo resisto
este dolor secreto de no verte,
esta herida implacable de tu cuerpo en silencio,
esta espera insensata
que me llena del polvo que crece en los relojes.

A veces me pregunto
si no seré un fantasma que repite tu imagen
por todos los espejos.


© Juan Ballester

lunes, 5 de octubre de 2009

Flores y otros aromas

Te quiero deshojar,
recorrer con mis dedos uno a uno
todos tus pensamientos,
quitarte lo que ya quedó marchito,
lo que no dará flores
y lo que impedirá que lleguen las abejas
a acariciar tu piel con sus cosquillas.

Te quiero despojar
de algunas hojas secas que ensombrecen tu rostro,
de las ramas tronchadas por el tiempo,
de molestos insectos que perturban
los pliegues de tus sueños.

Te quiero liberar de tanta madrugada,
de tanto llanto frío, de tanta voz secreta,
de tanto errar en vano
mientras el aire esparce el olor de una astilla
y la noche se queda a mitad de dos versos.

Te quiero deshojar,
y acaso este poema que te escribo
tenga suerte de ser
ese rayo de sol que ilumine el silencio
lejano de tus pétalos.


© Juan Ballester

sábado, 3 de octubre de 2009

Cuando llegue la noche

Cuando llegue la noche a disipar mis sueños
y caigan las penumbras grisáceas en mis sienes,
¿dónde estarán mis obras, quién gastará mis bienes
o secará las aguas de mis prados risueños?

Cuando llegue la noche negra de mi existencia
y todos los payasos se burlen en mi cara,
¿qué jardinero impío, con ambición avara
pisoteará las flores de mi jardín de ausencia?

Cuando llegue la noche a arrancarme de cuajo
y se apague de golpe la luz de mi mañana,
¿quién dormirá en mi lecho y saldrá a mi ventana
para hablar en silencio al ángel que me trajo?

Cuando llegue la noche y todos se hayan ido
y sólo quede al fin la oscuridad que quema,
¿quién tirará a la lumbre mi último poema
y cortará los restos de ramas de mi nido?

© Juan Ballester

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Pienso en ti

Pienso en ti mientras fumo el cuarto cigarrillo
mirando a la ventana y a ese cielo sin nubes,
qué feliz es la tarde para quien la merece
y qué hermosos los versos cuando no se rebelan.

Me pierdo en el vacío de mis años gastados
que yacen a mis pies como esclavos infames,
y añoro aquellos tiempos aún sin cicatrices
en que ser feliz era privilegio de todos.

Ya mayo se desgrana con su tez de colores
insuflando en los cuerpos una cierta alegría,
mas yo estoy en penumbra detrás de los cristales
alimentando un sueño que quiere evaporarse.

¿Dónde estarás mañana, perla de los océanos,
estrella luminosa que alumbra mi sendero?
Acaso entre los restos de estos huesos cansados
que un día te encontraron camino al paraíso.

© Juan Ballester

domingo, 27 de septiembre de 2009

El hilo

Como cada mañana, salgo a la calle temprano, cuando apenas el día ha empezado a despuntar. Hoy he decidido viajar en metro, mezclarme con el bullicio de los traba­jadores más madrugadores, con el ajetreo de esas caras anónimas que recorren de punta a punta la ciudad a través de esa maraña de galerías subterráneas.
La verdad es que me resulta casi divertida esta situación, el hecho de sumergirme en ese agujero, cruzar el torniquete de entrada, descender por las escaleras mecánicas sin perder detalle de los rostros de cuantos me rodean, de su vestimenta, de sus ademanes, en definitiva de asistir a sus rutinas de cada día. Quizá para la inmensa mayoría tal situación no tenga nada de especial, pero sí para alguien como yo, que goza el raro privilegio de no necesitar trabajar para comer cada día, y que si madrugo y salgo a la calle a hora tan temprana es por placer, por puro entretenimiento.
Llego al andén, que está bastante concurrido y decido entonces comenzar el juego. Para ello, me basta con escoger al azar a una persona, un ciudadano anónimo y estar pendiente de sus movimientos. Se trata fundamentalmente de emprender un itinerario comenzando por apearme en la misma estación que él y seguirle unos instantes, tal vez hasta la calle, sin que se dé cuenta. Y a partir de ahí, continuar mi andadura según las reglas preestablecidas, engarzando unas personas con otras, como con un hilo invi­sible, cada vez que entran o salen de algún lugar. Así, hoy por ejemplo he elegido a una señora de mediana edad con aspecto corriente, con cara de llamarse Asunción o Patrocinio o algo parecido. Y como de momento se ha sentado, deduzco que el trayecto que le espera será lo bastante largo como para relajarme unos minutos y echar una ojeada al vagón. En cualquier caso, me he situado al lado de la puerta, para evitar el riesgo de que se apee sin que me dé tiempo a reaccionar.
Es increíble la de gente que viaja en metro. Tampoco es la primera vez que lo cojo a estas horas, ni muchísimo menos, pero aún así pienso que todas estas personas tienen su nombre y sus apellidos, que tienen una casa, una familia, unos problemas, a veces incluso unos auténticos dramas personales. Y que unos y otros han estado hasta hace un rato, como aquel que dice, durmiendo pláci­da­mente o tal vez al revés, sin pegar ojo en toda la noche acuciados por alguna dolencia o preocupación. Y siempre me ha llamado la atención que dentro del vagón de metro parecen multitud, pero cuando van por la calle apenas resultan un puñado de ellos, como si se reprodujesen en los pasa­dizos subte­rrá­neos o como si algunos de ellos viviesen perpetuamente allí dentro.
Pero la maniobra de la pasajera anónima me aparta de mis cavilaciones. Ahora es cuando debo poner más atención, porque se va a bajar en una estación con transbordo y muy concurrida, y en estos casos solamente me sirve si sale directamente a la calle; en caso contrario pasaré el hilo a la primera persona que vea encaminarse hacia la super­ficie. Y en efecto, parece ser que tengo que abandonar mi objetivo inicial y centrarme por ejemplo en ese caballero que ahora mismo acaba de cruzar por delante de mí y que se ha situado en las escaleras mecánicas que conducen al exterior.
Este hombre viste abrigo de color gris y su aspecto es bastante cuidado. Lee un perió­dico mientras asciende y yo me coloco discretamente unos peldaños por debajo, sin que por supuesto se haya percatado de mi presencia, arropado por los otros viajeros que se dirigen hacia la salida.
Salimos por fin a la superficie; confieso que ya me estaba agobiando el mundo subte­rráneo y que necesitaba aire fresco. El hombre del abrigo gris camina con deci­sión, con el periódico ahora bajo el brazo, y hace una llamada por el teléfono móvil que ha sacado de su bolsillo. Pero parece que no voy a acompañarlo mucho tiempo, porque acaba de entrar en una cafetería apenas ha doblado la esquina. Ahora será el turno pues del primero o la primera que salga de ese establecimiento, porque el hilo siempre sigue, nunca se detiene. Creo que la mañana, una vez más, va a ser movidita, porque quien ha salido de la cafetería es un tipo vestido con un mono de trabajo, posiblemente em­pleado de finca urbana, que de inmediato se ha metido en el portal de al lado justo en el momento en que de allí sale una madre con dos niños del brazo portando sendas carteras. Los sigo a prudencial distancia; con toda seguridad el colegio al que los lleva no estará lejos, de forma que no merece la pena elucubrar mucho acerca de ellos. Ambos son rubitos, como la madre, y llevan ropa de marca, intuyo que se llaman Álvaro y Sergio, pero ya digo que lo malo de este juego es precisamente que casi nunca da tiempo a profundizar en personas o en vidas ajenas, pues el hilo va pasando sin solución de continuidad, como el agua de un arroyo, de unos individuos a otros.
Llegan los tres al colegio; atraviesan la verja metálica y antes de perderse detrás de un seto aparece otra mujer joven, madre de algún otro muchacho a quien acaba de dejar allí. La sigo por la acera hasta que la veo montar en un automóvil mal esta­cio­nado unos metros más adelante. ¡Desastre! He de actuar con presteza, encontrar un taxi libre para evitar a toda costa que el coche rojo se aleje y se rompa el hilo. Pero la fortuna me sonríe esta vez, pues parece que su vehículo no arranca aunque lo in­tenta y lo intenta, felizmente debe haber un problema con la batería o con el depósito de la gasolina. Esto me proporciona además unos valiosos minutos de descanso, y me puedo sentar en un banco a contemplar el hermoso espectáculo que se avecina: la llegada de la policía municipal, los intentos baldíos de poner en movimiento el vehículo y más tarde la intervención de la grúa, retirando el automóvil de la vía pública. Todo eso puede llevar por lo menos una hora, un regalo al que no estoy acostumbrado. Y de esta forma puedo perfectamente tomarme un descanso, o mejor aún, entrar en cualquier bar de la zona y seguir los acontecimientos desde detrás del cristal, porque el día se ha empezado a nublar, y se ha levantado un viento desapacible, y no sería extraño que acabasen cayendo unas gotas a última hora de la tarde.
Hay mucha animación en la cafetería, con su característico rumor de tazas, máquinas tragaperras, aparatos para calentar la leche y conversaciones que se entrecruzan. A través del cristal no pierdo detalle de lo que acontece en el exterior en torno al coche rojo averiado y a su dueña, que se desespera por momentos viendo que la grúa no acaba de llegar debido al atasco de todas las mañanas y a la manifestación convocada justa­mente para hoy en una zona aledaña. Se ve que la mujer se ha quedado sin batería en el móvil, porque acaba de entrar también a la cafetería y ha preguntado si tienen teléfono público. Pero su entrada me obliga a seguir el hilo y a centrarme en la primera persona que salga, que resulta ser un joven de unos veinticinco años con aspecto de univer­sitario, que perfectamente podría llamarse Alfonso, y que se encamina hacia la zona donde está prevista la manifestación estudiantil. He de seguirle a toda prisa, pro­cu­rando no perderle la pista, porque si se confirman mis sospechas me espera un largo trayecto a su lado.
Camina con rapidez y enciende un cigarrillo. En la primera bocacalle lo veo pararse y saludar a unos muchachos de su misma edad aproximadamente, conversando en voz baja mientras miran disimuladamente en todas direcciones, seguramente para observar la situación o preparar alguna estrategia. De momento no tienen mucha intención de moverse de allí, y yo permanezco a una prudencial distancia, mientras veo que unos metros más allá el vehículo rojo que estaba averiado es remolcado al fin por la grúa, pero claro, eso ya ha dejado de interesarme desde que su propietaria le pasó el hilo al muchacho de las barbas.
Durante unos diez minutos no sucede nada relevante; el grupo de jóvenes sigue allí, con aire de distraídos, unos apoyados en el árbol, otros sentados sobre la barandilla que separa la acera de la calzada, e incluso alguno recostado sobre el asiento de una moto. Quizá esperan a alguien más, porque no pierden de vista el reloj. Les oigo bromear, hablar de sus estudios, mencionar a algunos profesores. Parecen alumnos de Derecho, al menos emplean términos que permiten confirmar ese extremo. Finalmente, como si se movieran por un resorte, se ponen todos en pie y emprenden la marcha por una calle lateral. Yo por supuesto voy tras ellos, aligerando el ritmo, porque se mueven con agilidad y son hábiles sorteando al resto de viandantes. Desde luego sólo me interesa no perder la estela de Alfonso; los otros pueden servirme, si acaso, como pista para el caso de que me extraviase entre el gentío que adivino se estará formando en el punto de concentración de los manifestantes.
La marcha puede ser larga y reconozco que ya estoy algo cansado, pero las reglas son las reglas y si he comenzado este juego lo normal es que llegue hasta el final; aún queda una eternidad para que termine el día y ni siquiera es hora de comer. Debo mantener el hilo sin que se rompa, sin que se extravíe su extremo, pues ello me obligaría a aban­donar y a tener que empezar de cero, haciendo inútil el madrugón y el seguimiento de las personas que sin saberlo me han conducido hasta este punto.
Los jóvenes han llegado hasta la plazoleta, mezclándose con los miles de concentrados que ya han tomado posiciones. Yo procuro no despegarme demasiado y mantenerme como siempre a la sombra, sin llamar la atención, pero atento a cualquier posible incidencia que le haga cambiar bruscamente de trayectoria o que ponga demasiada tierra de por medio entre ambos.
Es agradable el ambiente estudiantil, estar rodeado de jóvenes llenos de vida, de pro­yectos, de ilusiones que no siempre se habrán de cumplir. Qué feliz es esa edad en que salimos de casa cada mañana dispuestos a comernos el mundo, a deslumbrar a todas las jovencitas que se nos pongan a tiro o a rebelarnos contra todo lo establecido por leyes ancestrales. Y luego, conforme van pasando los años y la sangre se asienta en nuestras venas, nos resignamos a ser uno de tantos, nos da pereza mover un dedo por causas o injusticias ajenas y nos acomodamos en nuestras propias miserias cotidianas.
La manifestación discurre con lentitud pero sin pausa hasta la puerta del Ministerio. De momento no hay incidentes importantes, no se producen disturbios ni actos vandálicos, aunque no por ello deja de haber ebullición entre las filas de los estudiantes, que gritan proclamas e improperios contra los políticos y contra el gobierno en general. Son momentos de dejarse llevar, de seguir a la masa hacia ese punto en donde está prevista la protesta final y más agria, de seguir el hilo serpenteando por la amplia avenida abarrotada de jóvenes disidentes.


Casi es peor esta situación que la contraria, cuando el hilo pasaba de mano en mano con presteza. Sólo queda esperar, avanzar palmo a palmo entre la multitud, siempre un paso más cerca del final, un peldaño más cerca de la hora del crepúsculo, cuando todo termine por esta vez. Trato de ver la parte divertida de todo esto, el punto al que he llegado desde que me fijé en la mujer del metro, el extraño itinerario que me ha seña­lado el azar. Y miro al cielo, que cada vez está más oscuro y del que empiezan a caer las primeras gotas. Esto a buen seguro hará que la situación dé un giro inesperado; si comienza a llover habrá que correr detrás de Alfonso y refugiarse donde él se refugie, o continuar estoicamente bajo el aguacero si él decide no arredrarse ante la climatología. Pero desde luego a muchos la lluvia les hará dispersarse, volver sobre sus pasos, apiñarse bajo los toldos y marquesinas o entrar en el establecimiento que les pille más cerca hasta que escampe.
En efecto a una gota ha seguido otra, y luego unas cuantas más, hasta convertirse en un auténtico aguacero, agravado más aún por un desagradable viento racheado. Alfonso y sus colegas han encontrado un atajo hacia una calle lateral y yo me abro paso como puedo para no perder su estela, para que no se me escape el extremo del hilo. Se ha detenido delante de una tienda de discos y se ha puesto a mirar el escaparate. Parece que aprovechando la situación va a entrar a preguntar algo. Si sale alguien antes que él, el hilo cambiará su destino y yo quedaré a merced de otra persona. Y mis sospechas parecen confirmarse: el que sale no es Alfonso, es un tipo grueso con gafas de concha, que mira atónito el desarrollo de esa manifestación que parece seriamente dañada merced al imprevisto aguacero. El tipo toma calle arriba, alejándose de la zona tumul­tuosa, y allá que voy tras él, aliviado en el fondo por haber escapado de aquella rato­nera.
Aunque la lluvia le hace apresurarse, su movilidad es bastante limitada debido a su so­bre­peso, de modo que no tengo mayor problema en seguir su estela. Entra en seguida en una panadería, de donde sale una viejecita portando dos barras y que se pone a caminar pegada al muro, resguardada por la cornisa que discurre a todo lo largo de la fachada, evitando de este modo los efectos del chaparrón. La vieja entra al interior del edificio cuatro portales más arriba; a partir de ahí menudean las idas y venidas de ciudadanos anónimos llevando el hilo invisible, que me conducen de modo imper­cep­tible hacia otro barrio y más tarde, cuando ya la fatiga empieza a hacerme insoportable este pasatiempo, a una zona lindante con el río. Afortunadamente ha dejado de llover y el sol ha iniciado su declive. Es lo bueno de estos días de noviembre, que en seguida anochece y me puedo ir a casa mucho antes que en verano, porque el juego finaliza justamente en el momento en que la luz declina y comienza a encen­derse el alumbrado público en las calles y plazas de la ciudad.
He venido siguiendo a dos señoras que deben ser hermanas a juzgar por su extra­or­dinario parecido físico. Podrían perfectamente llamarse Carmen y María Luisa, y han salido tan a la vez de la iglesia en donde entró su antecesor, que no podría deter­minar con exactitud cuál de ellas tiene ahora el hilo. Menos mal que, como imagino, es más que probable que vivan juntas y no me pongan en la encrucijada de tener que seguir a una de ellas y abandonar a la otra, porque podría darse el caso de que mi elección fuese incorrecta y se rompiese el hilo, echando por tierra todo lo recorrido a lo largo de la jor­nada.
Efectivamente han entrado juntas a un portal y apenas unos segundos después ha sa­lido de allí un repartidor de correos, calándose el casco antes de subir a su motocicleta estacionada en la acera para proseguir su reparto. Miro al cielo: el último rayo de sol agoniza y se funde en el horizonte, y las farolas, como si se hubieran puesto de acuerdo, se iluminan tomando el relevo. El motorista ha arrancado, llega a la desembocadura de la calle para tomar hacia la derecha, pero quizá por lo resbaladizo de ese tramo de vía, o también por haber hecho la maniobra sin mirar, pierde el control y da con sus huesos en el suelo justo en el momento en que el autobús aparece a excesiva velocidad y sin tiempo de frenar, llevándose por delante la moto y al conductor caído. Y es entonces cuando decido materializarme y me acerco al hombre moribundo atrapado bajo el autobús y le miro a los ojos y le toco en el hombro y siento que el soplo de vida que aún le quedaba se extingue y pasa a través de mi mano como si se tratase de un hilo finísimo e imaginario.

© Juan Ballester